
Los tontíberos no son —como los celtíberos— el resultado de la fusión de dos pueblos, no. Más bien son el resultado del extravío cultural y la consecuente degradación intelectual sufrida por una considerable cantidad de españoles de ambos lados del océano desde que, al inicio del siglo XVIII, la familia Bourbon comenzó a gobernar el Imperio español. Hasta entonces, los españoles eran patriotas, igual que lo han sido siempre y lo siguen siendo los restantes habitantes del planeta. Porque ser patriota es lo natural, lo espontáneo, lo instintivo. Ser patriota es algo tan sencillo como amar la tierra de tus padres, la tierra en la que has nacido, la tierra que heredarán tus hijos, tu patria. De hecho, la palabra patria y la palabra padre tienen la misma raíz latina: pater. Raíz de la que deriva la palabra patriota en italiano (patriota), francés (patriote), griego (patriótis), inglés (patriot), alemán (patriot), polaco (patriota), ruso (patriot), ucraniano (patriot), rumano (patriot), serbio (patriota), noruego (patriot), sueco (patriot), danés (patriot), finés (patriootti), etc. Lo antinatural, lo aberrante es que los tontíberos desprecien a su patria y desdeñen su cultura su historia y sus raíces. Y puede que el origen latino de la palabra patria sea parte del problema, porque para el buen tontíbero una palabra que hogaño no proceda del inglés o que antaño no procediera del francés no merece figurar en su vocabulario. Pero no para ahí la cosa, de hecho eso es lo de menos. Para el tontíbero fetén de antaño y de hogaño, ser patriota es propio de palurdos, de ignorantes, de reaccionarios, de fachas… o de cosas peores. Los tontíberos, que a modo de justificación se proclaman ciudadanos del mundo, desprecian a su patria e intentan destruirla afanándose en favorecer los intereses de los enemigos y competidores de España. De forma complementaria, envidian, admiran, reverencian, idolatran las patrias de esos enemigos, y para contribuir a su mayor gloria y prosperidad, difaman y quebrantan el solar patrio en el que habitan ellos mismos, sus padres y sus hijos. Hay que ser tonto, ¿no? Pues sí, y esa es la característica más notable del buen tontíbero, que aun renegando de su origen y siendo traidor, perverso y dañino, que lo es y mucho, es todavía más necio y más ciego. El tontíbero suele ser una persona instruida, normalmente con estudios universitarios, pero a pesar de ello o tal vez por ello —porque desde el parvulario hasta el doctorado siempre ha sido educado en el tontiberismo— está cultural, intelectual y moralmente subordinado a los que considera sus superiores: los gabachos, los anglos, los teutones, los nórdicos… Y es tal su grado de sometimiento que se adelanta a las órdenes e incluso a los deseos de sus señores y procura ir más allá. Así, se da la aparente paradoja de que los tópicos de la leyenda negra antiespañola están en España tanto o más vigentes que en los países perpetradores. Pero, ¿de dónde salen estos personajes y por qué han proliferado tanto en el mundo hispano? Como siempre, la explicación está en la historia. Veámosla.
Desde que, en los albores del siglo XVIII, la familia Borbón asentó sus posaderas en el trono del Imperio español, oficializó su odio a los Austrias decretando la damnatio memoriae sobre todo el periodo Habsburgo e imponiendo la leyenda negra antiespañola como política oficial… Sí, sí, no es un error, con los Borbones la política oficial del Reino de España fue aceptar como verdades indiscutibles todas las mentiras, difamaciones y calumnias propagadas por la leyenda negra para ser usadas como arma de guerra por los enemigos de España y como argumento de descrédito por sus competidores comerciales. Pero, además, como la versión angloholandesa no les pareció suficientemente inmunda y miserable, adoptaron la versión corregida y aumentada perpetrada por los ilustrados franceses, aún más nauseabunda y con ese toque de hediondez rastrera y rencorosa tan típicamente francés.
Permítaseme aquí un pequeño inciso. Si los calificativos que acabo de emplear parecen excesivos, recuerde el amable lector los camiones españoles volcados e incendiados por los agricultores franceses con la protección de sus fuerzas del orden y la complicidad de sus autoridades; recuerde el mimo y el cariño con el que acogían, amparaban y asilaban a los asesinos etarras; recuerde la crueldad con la que trataron a los refugiados españoles tras la Guerra Civil, hacinándolos en campos de concentración en condiciones inhumanas; recuerde la Guerra de la Independencia, en la que demostraron ser extremadamente hábiles torturando, expoliando y asesinando población civil indefensa; recuerde que en Lepanto apoyaron a los turcos; recuerde que en la Guerra de las Alpujarras, junto con los otomanos, ayudaron a los moriscos sublevados con tropas y dineros; recuerde, en fin, su vergonzosa traición al desertar justo antes de la batalla de las Navas de Tolosa e intentar expugnar y saquear Toledo en su retirada. Y si después de recordar estos asuntillos y otros muchos que omito por economía espaciotemporal, sigue pensando que mis calificativos son excesivos, entonces tal vez tenga razón y yo exagere.
Pues bien, así las cosas en la Corte española, todos los personajes importantes que se plegaron a la nueva política con bienaventurada mansedumbre, fueron amorosamente acogidos y recompensados por la Corona. En cambio, los que opusieron alguna resistencia fueron expulsados del paraíso cortesano, apeados de cargos y prebendas, y relegados al olvido oficial. Los más díscolos incluso fueron despojados de sus posesiones y desterrados, y los perseverantes terminaron dando con sus huesos en la cárcel. Además, para socavar el poder de la Iglesia católica, los porfiados jesuitas fueron expulsados sin contemplaciones del Imperio… y todos sus bienes confiscados por la Corona, naturalmente. ¡Ah! y de paso, la expulsión causó a la enseñanza un catastrófico y prolongadísimo vacío educativo, con el resultado de que, a principios del siglo XIX, el analfabetismo en España rondaba el ochenta por ciento; la misma España que, con los Austrias, alfabetizaba masivamente a los indios americanos. Según cuenta Mª Elvira Roca Barea en FRACASOLOGÍA[1], mediado el siglo XVIII había en España unas cincuenta universidades con una media de tres siglos de antigüedad. Algunas, como las de Salamanca y Palencia, databan de seis siglos atrás. La expulsión de los jesuitas y demás medidas “ilustradas” —en realidad anticlericales y contraculturales— de Carlos III, demolieron la educación en todo el Imperio hasta el punto de que, concretamente en España, a comienzos del siglo XIX, solo quedaban diez universidades. Y en los niveles inferiores de la enseñanza el desastre fue aún peor[2]. De esta época data la entrada de los escolapios en la educación primaria y secundaria para intentar llenar el inmenso vacío que dejaron los jesuitas, ya que la despótica improvisación con la que Carlos III había impuesto sus medidas hizo imposible cubrir los huecos con profesorado laico.
Cabe sospechar que no fue ajena a los propósitos del Borbón la idea de hacer buena una de las calumnias favoritas de los ilustrados franceses, la de la ignorancia y el atraso de los españoles, pero no fue ese el único logro de la expulsión. En palabras de don Marcelino Menéndez Pelayo[3]:
¿Y quién duda hoy que la expulsión de los jesuitas contribuyó a acelerar la pérdida de las colonias americanas? ¿Qué autoridad moral ni material habían de tener sobre los indígenas del Paraguay ni sobre los colonos de Buenos Aires los rapaces agentes que sustituyeron al evangélico gobierno de los padres, llevando allí la depredación y la inmoralidad más cínica y desenfrenada?
En el mismo sentido, el historiador Alberto Bárcena Pérez[4] añade:
El retroceso cultural que trajo la disolución de los jesuitas en toda Europa es ya indiscutible, pero sus efectos para España fueron especialmente graves: se rompió un lazo insustituible entre la Corona y todo un conjunto de pueblos americanos que muchas veces no tenían otra imagen de España que la muy positiva transmitida por los padres.
Un siglo les llevó a los Borbones destruir el Imperio español. Utilizaron para ello el infalible procedimiento de aplicar políticas francesas. Un sistema que, como demuestra la historia de Francia y sus colonias, es de una eficacia garantizada.
Pero, volviendo a la demolición de la autoestima hispana para conseguir su subordinación cultural, la feroz purga y la eficaz censura impuesta por la corte borbónica consiguió que, en todos los ámbitos, solo prosperasen los personajes dispuestos a asumir y propagar como veraces los tópicos negrolegendarios, ese cúmulo de engaños, falsedades, difamaciones, maledicencias, infamias y calumnias, perpetradas y perfeccionadas durante siglos por los sucesivos muñidores de la leyenda negra. En pocos años, en todo el Imperio, las élites políticas, económicas, académicas, literarias, artísticas o intelectuales, estuvieron formadas exclusivamente por ilustrados y afrancesados negrolegendarios, antiespañoles y, en su mayoría, masones. Se consumó así el cisma entre la clase dirigente y el resto de la sociedad española —clases medias y pueblo llano—. Cisma que quedó bien patente durante la Guerra de la Independencia. Los españoles, al igual que los ciudadanos del resto de países hispanos, quedaron divididos en patriotas y tontíberos: hispanos en los que el desprecio por su historia, por su cultura y por su nación, terminó por borrar cualquier rastro de patriotismo. Hogaño, los tontíberos han mutado a progresistas y anglófilos negrolegendarios y antiespañoles… es decir, los mismos perros con distintos collares. El resultado es que, a día de hoy, la subordinación cultural del mundo hispano a la anglosfera es total y el reconocimiento de su superioridad cultural y moral se da por sentado.
Pero, como datos son demostraciones y no buenas razones, y como el movimiento se demuestra andando y el argumento aportando pruebas, vamos a proporcionar un buen rimero de ejemplos… aunque eso será ya en el próximo artículo.
[1] Mª Elvira Roca Barea en FRACASOLOGÍA, Espasa Libros, S.L.U., Barcelona, 2019, Colección Booket, 2021, pp. 122-123.
[2] Ver la bibliografía a pie de página de la cita anterior: Clotilde Gutiérrez Gutiérrez, LEGISLACIÓN Y PRÁCTICAS EDUCATIVAS EN EL SIGLO XVIII, revista Cabás, nº 4, 2010. / Carmen Fernández Vasallo, LA INDISCIPLINA COMO DESENCADENANTE DE LA REFORMA EN LOS COLEGIOS MAYORES SALMANTINOS EN 1771, revista Historia de la Educación, nº 21, 2002. / Antonio Álvarez Morales, LA ILUSTRACIÓN Y LA REFORMA DE LA UNIVERSIDAD EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVIII, editorial Pegaso, Madrid, 1985.
[3] Marcelino Menéndez Pelayo, HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES. Volumen II, C.S.I.C. RAYCAR, S. A. Impresores, Madrid, 2023, p. 615.
[4] Alberto Bárcena Pérez, LA PÉRDIDA DE ESPAÑA, Tomo I: DE LA HISPANIA ROMANA AL REINADO DE ALFONSO XIII, Ediciones San Román, Madrid, 2019.