A veces me asaltan evocaciones de infancia y adolescencia, provocándome una mezcla de añoranza y melancolía que me recuerda que, aunque no tenga a la vista ningún espejo que lo corrobore, ya estoy en esa edad en la que la nostalgia sobrepuja a la esperanza.
A propósito del melón, recuerdo aquellos atardeceres de verano en los que, cuando por fin comenzaba a oscurecer y la temperatura se hacía soportable después de un día de tórrida canícula malacitana, mi padre, mis hermanos y yo íbamos a alguno de los cines de verano que había cerca de casa. Mi madre nunca venía porque decía que no soportaba la dureza de las sillas, y la verdad es que no le faltaba razón. Los asientos eran tan incómodos que parecían diseñados por Licurgo el espartano.
Aquellos cines eran de sesión doble y siempre “echaban” una película de guerra y otra de amores, con un descanso entre ambas para permitir que el distinguido público visitara el ambigú. Terminada la sesión a eso de la una de la madrugada, volvíamos a casa dando un agradable paseo. Caminábamos despacito y comentando las películas recién vistas, para seguir disfrutando de la agradable temperatura nocturna tanto como fuera posible.
En aquella Málaga de mi infancia y adolescencia, durante el verano, los meloneros montaban sus chozos en las zonas más amplias de las aceras y dormían allí mismo, cabe su mercancía. Con frecuencia parábamos en uno de esos chozos y comprábamos un melón, una sandía o un ejemplar de cada. Después, ya en casa, nos comíamos una raja del fruto elegido y, con la sensación dulce y jugosa aún en la boca, nos íbamos a la cama más contentos y satisfechos que si hubiéramos regresado de codearnos con duques, condes y marqueses en una encopetada recepción de gala.
Eran los años sesenta del pasado siglo. En Málaga se vivía una explosión turística que obraba el milagro de transmutar pequeños pueblos de pescadores como Torremolinos o Marbella, en destinos turísticos de media Europa. Y con el turismo llegaban ideas, costumbres y modas extranjeras que nos resultaban harto chocantes aunque, tiempo después, tendrían su influencia en la transición a la democracia. Bueno, las ideas y, sobre todo, la riqueza que generaba la industria turística, que contribuyó a formar una clase media cada vez más extensa y próspera.
Para halagar el paladar de esa nueva clientela foránea, los hoteles y restaurantes malagueños tuvieron el buen sentido de rescatar, y en su caso, actualizar, platos clásicos de la gastronomía veraniega española. Uno de ellos fue el gazpacho andaluz que ofrecían como sopa fría guarnecida con sus mismos ingredientes picaditos. En realidad, según contaba mi padre, en Málaga el gazpacho se había tomado siempre de postre, pero los hosteleros impusieron su criterio y desde entonces todos lo tomamos de primero. Otro de esos entrantes sabrosos y refrescantes fue el melón con jamón. Esta receta había estado muy de moda en el siglo XIX y después había decaído. Pero hete aquí que, en los años cincuenta, los cocineros de Francisco Franco Bahamonde dieron en servirla en los banquetes de gala que ofrecía el entonces Jefe del Estado. Consecuentemente volvió a ponerse de moda entre la alta sociedad, y los mejores restaurantes, incluidos los malagueños, la incluyeron en sus cartas. Durante casi dos décadas, su presencia fue obligada en banquetes de postín y convites nupciales. Hasta que se popularizó y se hizo habitual en restaurantes modestos, chiringuitos playeros, casas de comida con menú del día y domicilios particulares. Entonces, los refectorios de alcurnia la eliminaron de sus menús y volvió a pasar de moda. Sic transit gloria mundi. Durante años quedó desterrada de las cartas de los restaurantes de cierta categoría, hasta que genios de la nueva cocina española como Ferrán Adriá y los hermanos Roca, la rescataron y rediseñaron con su solvente brillantez, convirtiéndola en el consomé de ibérico con esferificaciones de melón de El Bulli, o en el consomé con granizado de melón del Celler de Can Roca. Donde sí continuó manteniendo su presencia ininterrumpida fue en las comidas veraniegas de las familias españolas.
Pero, volviendo a los años sesenta, el común de los malagueños desconocíamos el plato e ignorábamos esta historia, así es que atribuimos su novedosa irrupción en la gastronomía local a una excentricidad diseñada para los turistas extranjeros. Recuerdo que, a muchos de los que habían vivido la Guerra Civil y la durísima posguerra posterior, les pareció un “jamonicidio”, un delito de lesa gastronomía perseguible de oficio por el ministerio fiscal. Aquellos eran años de pos-posguerra, ya no de hambres pero sí aún de carencias, estrecheces y letras de cambio. Unos años en los que los chiquillos, con el bocadillo de la merienda en la mano, todavía recitábamos aquella oración apócrifa de autor desconocido: Pan de Dios y pan de Cristo / cuánto hace que no te he visto/ y ahora que te veo / qué “bocao” te pego. El melón, y en mayor medida la sandía, eran recursos alimenticios de economías modestas, mientras que el jamón era un lujo que la naciente clase media solo se podía permitir de vez en cuando. Las hambres de posguerra aún señoreaban el inconsciente colectivo de los españoles. Unas hambres que habían convertido al jamón serrano en el icono gastronómico por excelencia de una población de Carpantas que soñaban con el momento de hincarle el diente. Y, por supuesto, acompañado únicamente de pan, mucho pan para que cundiera más. Ningún otro alimento debía estar autorizado a distraer las papilas gustativas del divinizado sabor. Con esa mentalidad, se entiende que mezclar jamón y melón en el mismo plato se antojara como ponerle a un santo dos pistolas, algo incongruente. Una ofensa y una humillación para el aristocrático jamón, rebajado a ser guarnición del proletario melón. Una insolencia o, más bien, un sacrilegio gastronómico, porque en aquella España oficialmente católica, apostólica y romana, el jamón ocupaba un escaño muy alto en el escalafón del santoral culinario.
Afortunadamente, hace ya mucho que aquellos prejuicios quedaron obsoletos y cayeron en el olvido. De entonces acá nos fuimos convirtiendo en una sociedad opulenta y el melón con jamón sentó plaza entre los clásicos de nuestra culinaria estival.
Ciertamente, la combinación de una fruta con un producto cárnico no es nada habitual y puede resultar chocante, pero de esa sorprendente avenencia entre el melón jugoso y dulce con el jamón salado y seco, resulta un delicioso contraste que refresca, estimula y gratifica nuestras papilas gustativas.
El melón es originario de Asia y fue traído a Europa por los romanos, aunque fueron los musulmanes los que más contribuyeron a difundir su consumo en la península ibérica.
Desde la antigüedad, siguiendo el más famoso de los principios de Hipócrates (460 a. C. – 371 a. C.): Que tu alimento sea tu medicina, el melón se tomaba con sal y al inicio de las comidas. El motivo era que, según la medicina hipocrática, los alimentos se clasificaban en fríos, calientes, secos y húmedos, en correlación con los cuatro elementos de la naturaleza: aire, fuego tierra y agua. El melón, alimento frío y húmedo por excelencia, se consideraba de difícil digestión y se recomendaba tomarlo al principio de las comidas mezclado con productos calientes y secos como sal, vino tinto o especias. Esta es la explicación canónica de que, aún hoy, en la culinaria marroquí encontremos recetas en las que el melón aparece mezclado con ensaladas, frutos secos, sésamo tostado o hierbas y especias de todo tipo; o de que en Andalucía sea compañero inseparable de las migas. También así se explicaría el origen de preparaciones como la sangría, las peras al vino tinto o el remojón granadino, ensalada que mezcla naranjas y bacalao. Sin embargo, en mi humilde opinión, lo que consolidó esta alianza secular entre el melón y productos salados como las migas o el jamón, fue su delicioso sabor. Me baso en que los platos mencionados siguen gustando a todo el mundo después de tantos siglos, mientras que muy pocos son los que conocen los principios dietéticos contenidos en el CORPUS HIPPOCRATICUM, e incluso –LOGSE mediante– que Hipócrates no es un futbolista del Panathinaikós.
La sustitución de la sal por productos salados como el jamón para acompañar al melón, se remonta al menos al siglo XVI. En ese siglo hay constancia de que, en la región italiana de Emilia-Romagna, el melón se tomaba con mortadela, con salami o con jamón de Parma (prosciutto e melone). Se supone que esta combinación pasó de la península itálica a la península ibérica, porque aquí la encontramos mencionada un siglo después, en el XVII. Lógicamente, aquí se españolizó con jamón serrano o, mejor aún, ibérico, motivo por el cual siempre se ha considerado un invento español. Y de España pasó a Francia donde despertó verdadero entusiasmo y se llamó melón a la española (melón à l’espagnole), nombre con el que aún hoy se sigue conociendo.
En el siglo XIX, el melón con jamón vivió una etapa dorada. Se convirtió en un plato elegante que se incluía en los banquetes de postín y al que alababan sin reparos las personalidades que lo disfrutaban. Queda constancia, por ejemplo, de que en 1883 se celebró en Madrid un banquete en honor de Benito Pérez Galdós en el que se sirvió melón con jamón de Trevélez. Claro que siempre hay opiniones discrepantes. Cuenta Ana Vega Pérez de Arlucea que Ramón Gómez de la Serna, al que siempre le gustó ir a contracorriente, abominaba del melón con jamón al que calificaba de contradicción vegetariano-carnívora inventada por aristócratas inapetentes.
A mí, como buen andaluz, me gusta preparado en formato tapa. Para ello solo hay que cortar el melón en dados tamaño bocado, envolver cada uno en una loncha muy fina de jamón serrano y pinchar con un palillo. Hay quien le añade menta o albahaca y no queda mal, pero, en mi opinión, la combinación original es tan redonda que no hay añadido que la mejore.
Artículo muy refrescante y gustoso. A ver si al leerlo los progres dejan de comer el jamón con melón, pues desde que se incorporó a los banquetes que daba Franco seguro que es un bocado fascista.
¡Ea! Son más partidarios de la sandía con mortadela… hasta que el erario público les permite aficionarse al jamón de pata negra con copita de Pingus, claro. Y, a ser posible, en el porche de su palacete en Galapagar.