Al día siguiente, trece de febrero de 1502, partía de Sanlúcar de Barrameda una gran flota colonizadora compuesta por veintisiete naves, que llevaría a D. Nicolás de Ovando y Cáceres a la isla de La Española, para ocupar el cargo de Gobernador de las Islas y Tierra Firme. Lo acompañarían dos mil quinientos viajeros entre funcionarios, colonos, sacerdotes, frailes franciscanos, artesanos y, por primera vez, mujeres. Mil doscientos eran extremeños, como el propio D. Nicolás, y entre ellos debería estar el hijo de un pariente lejano, educado en Salamanca y destinado a desempeñar el cargo de escribano.
Aquella noche, el joven extremeño que aún no había cumplido los dieciocho años, no pensaba en la aventura en la que se iba a embarcar al día siguiente, afanado como estaba en la que en ese momento traía entre manos: disfrutar los encantos de su ocasional amante sevillana. De madrugada se había deslizado en su casa furtivamente, pero no con tanto sigilo como requería el caso, puesto que inoportunamente, irrumpió en la estancia el padre de la presunta doncella, mulero de profesión y bruto de vocación, blandiendo un enorme garrote que manifestaba cuales eran sus intenciones, con mayor perspicuidad que el más elocuente de los discursos.
El fogoso doncel escapó de allí con todo el brío que el miedo proporcionaba a su intrépida juventud, pero tuvo la desgracia de caer y romperse una pierna cuando, encaramado a la tapia de la casa y en disposición de saltarla, ésta cedió bajo su peso. Y lo peor estaba aún por llegar, pues cuando el ofendido padre le dio alcance, descargó sobre él toda su furia a garrotazo limpio.
No era la primera vez que se veía en tales peripecias. En Salamanca, donde fue estudiante desde los 14 hasta los 16 años, prestó más atención a las aventuras galantes que a los libros de leyes. Abandonó los estudios antes de obtener la graduación, porque lo que de verdad le atraía eran la aventura y la gloria, y el Nuevo Mundo recién descubierto prometía ambas cosas.
Ni que decir tiene que perdió la plaza en la flota de D. Nicolás. Quedó tan maltrecho que tardó mucho tiempo en curar sus heridas, y tan avergonzado que no acudió a su familia para no tener que revelar el lúbrico lance que lo había dejado en tan lamentable estado.
Tras una penosa convalecencia durante la cual sobrevivió en Sevilla ejerciendo de escribano, marchó a Valencia con la intención de servir a las órdenes del Gran Capitán, cosa que no consiguió.
Finalmente en 1504, logró embarcar como sirviente en un barco que viajaba a La Española, cargado de vino y prostitutas. Su penuria económica y las malas pulgas del capitán D. Alonso Quintero, le impidieron catar tanto lo uno como las otras durante la interminable travesía. Lo que sí se llevó del barco fue una infección de hongos en los pies, que lo mortificaría durante años.
Por fin, un bienio después de lo previsto, encontramos al joven Hernán Cortés, instalado en La Española como notario de Azúa y poseedor de veinte leguas de tierra, ambas cosas proporcionadas por su lejano pariente el Gobernador Ovando. Una situación envidiable y envidiada por cualquiera de los aventureros que, apostando el todo por el todo, acudían al Nuevo Mundo en busca de fortuna –“quemar las naves” se diría años después de un envite semejante–. Sin embargo, como decía el propio Cortés, él fue hasta allí en busca de gloria, puesto que riqueza ya tenía. Tanto su padre como su madre gozaban de medianas haciendas que les proporcionaban un pasar acomodado aunque modesto, y él era hijo único.
Así comienza la que será la mayor aventura personal y la más audaz, impresionante y asombrosa conquista militar que ha conocido la historia. Sólo comparable, quizás, a la que protagonizaría unos años después su primo segundo por parte de madre, Francisco Pizarro, al ganar el Imperio incaico.
En 1518, cuando inició su extraordinaria empresa, Cortés iba a cumplir ya treinta y cinco años y gozaba de una acomodada posición económica y social. Era magistrado en Santiago de Cuba y había hecho fortuna como buscador de oro. Sin embargo nada de esto lo disuadiría de partir en pos de su glorioso destino.
Mucho se ha especulado sobre las causas que hicieron posible una conquista tan prodigiosa. Un pequeño ejército formado por sólo quinientos cincuenta soldados, ciento diez marineros, doscientos porteadores indios, treinta y dos ballesteros, trece arcabuceros, dieciséis jinetes con sus correspondientes caballos y unos cuantos asnos y perros. Completaban el equipo diez cañones y cuatro falconetes. Una tropa tan escasa y con un armamento tan precario que, en Europa, no hubiera conseguido tomar ni un fortín de segunda. Enfrente un territorio inmenso y desconocido, completamente distinto a las yermas tierras de su España natal. Orografía, clima, fauna, vegetación, todo resultaba nuevo y extraño, cuando no enigmático, inquietante, y las más de las veces, hostil. A sus espaldas y en su persecución, mil cuatrocientos de sus propios compatriotas, enviados por el gobernador Velázquez con la misión de reducirlos y devolverlos a La Española cargados de cadenas. Pero no eran suficientes para el ingenioso Cortés que, con muchos menos efectivos, los venció y los convenció para que se unieran a él.
Aunque entonces no lo sabían, se enfrentaban al poderoso imperio Azteca o Mexica; una férrea estructura de poder basada en una cultura religioso-militar altamente organizada. A la cabeza estaba el emperador, que era la encarnación del “Dios-Guerrero”, y a su servicio una aristocracia organizada en castas de guerreros, adiestrados en instituciones equivalentes a las actuales academias militares, que mantenían un implacable y despótico dominio sobre todos los demás pueblos del territorio por medio de la crueldad y el terror.
Realmente nadie hubiera apostado un maravedí por don Hernando y sus compañeros al inicio de su aventura. Y a lo largo de la misma, fueron innumerables las ocasiones en que su suerte pendió de un hilo tan delgado y frágil, que resulta inexplicable que, al final, su empresa se viera coronada por el éxito. Precisamente por eso, algunos exégetas de la cosa histórica han magnificado la importancia de razones tales como la superioridad del armamento de los españoles, la presencia de caballos y perros o la mortandad que las nuevas enfermedades llegadas de la vieja Europa, especialmente la viruela, causaron entre los indios. Ninguna de ellas ni la suma de todas, ofrece una explicación medianamente satisfactoria.
En lo que respecta a la viruela, es obvio que su llegada no precedió a la de los españoles que la portaban, sino que los indios la contrajeron tiempo después del contacto con éstos, por lo que difícilmente pudo influir en los enfrentamientos militares que protagonizaron buena parte de la conquista. Concretamente la epidemia de viruela que se detectó en España en 1518, el mismo año en que partió la expedición de Cortés, llegó a Méjico en las postrimerías del año 1520, cuando la batalla de Otumba ya había tenido lugar. Además, a cambio los españoles contraerían la sífilis, que tampoco es cosa nimia en materia de enfermedades.
Por otro lado, pretender que unos pocos caballos decidieran la victoria frente a ejércitos profesionales formados por decenas de miles de guerreros aztecas entrenados para el combate desde niños, resulta cuanto menos un tanto exagerado.
En cuanto al armamento, las tropas españolas, compuestas en buena medida por campesinos sin trabajo y soldados de fortuna, portaban las armas que se podían costear que, en no pocos casos, eran anticuadas y funcionaban mal. Además, en el tiempo que un arcabucero bien entrenado empleaba en disparar dos veces, un guerrero azteca disparaba de diez a doce flechas. Los trece arcabuceros de Cortés hacían mucho ruido pero poco más. Lo mismo cabe decir de la artillería, los cañones y falconetes que llevó Cortés hacían un ruido atronador que debió de impresionar mucho a los indios, pero la recarga era muy lenta y su precisión dejaba mucho que desear, por lo que su efectividad era muy limitada. Lo que sí marcó una importante diferencia en los combates cuerpo a cuerpo fueron las afiladas espadas castellanas, ya que su equivalente mexica, las “macuahuitl” o macanas, eran unas mazas de madera, canteadas con piedras afiladas, normalmente de obsidiana, que estaban diseñadas para herir pero no matar. El objetivo era capturar el máximo número de prisioneros a los que poder sacrificar a sus dioses y devorar después, en sus sanguinarios festivales religiosos.
No queda sino rendirse a la evidencia. El secreto del éxito estuvo en que aquellos hombres no le tenían miedo a nada y poseían un ánimo y una determinación capaces de sobreponerse a cualquier cúmulo de adversidades por muchas y muy graves que éstas fueran. Eso sumado, claro está, a la disciplina, la organización, el entrenamiento y la formación que hicieron de los tercios españoles la mejor infantería que ha existido jamás; cosa que demostraron sobradamente no solo en América frente a los indios, sino también en Europa frente a todos los ejércitos europeos incluido el sueco, en África frente a sarracenos de todo jaez, y en Asia frente a turcos, filipinos, chinos o japoneses. Además estaban capitaneados por un auténtico genio en dos materias muy distintas pero de una complementariedad crucial, el arte de la guerra y el arte de la diplomacia. En esos pilares se fundamentó su asombrosa hazaña. Sin olvidar, claro está, ese pellizco de suerte que siempre va aliada con el éxito.
La prueba del nueve de lo antedicho es la batalla de Otumba. Esa inverosímil victoria no admite más explicación que grandes dosis de arrojo, valentía, disciplina y heroísmo, además de una voluntad capaz de hacer frente a cualquier prueba. Si, como se suele pretender, la ventaja tecnológica de las armas de fuego hubiera sido la clave del éxito, Cortés no hubiera podido vencer en Otumba, pues tras el desastre de la Noche Triste había perdido toda la artillería y la pólvora, además de las dos terceras partes de sus hombres y todos sus caballos excepto veinte. Habría de transcurrir medio siglo para que los conquistadores sufrieran otro revés comparable a aquel.
Tras la muerte del emperador Moctezuma II, los españoles y sus aliados tlaxcaltecas se vieron obligados a abandonar Tenochtitlán, la capital del Imperio azteca. Aquella lluviosa noche del treinta de junio de 1520, los mexicas atacaron en masa la columna de evacuación, matando o apresando a seiscientos españoles y novecientos tlaxcaltecas. Los propagandistas de la Leyenda Negra atribuyeron el desastre a la codicia de los españoles que, según ellos, más preocupados por salvar el oro que sus propias vidas, huyeron en desbandada y sin orden ni concierto. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que la retirada se efectuó en unas condiciones tan angustiosamente adversas, que solo una disciplina ejemplar y un valor extraordinario, consiguieron evitar que el exterminio fuera total. Aquella fue una noche pródiga en acciones heroicas, cuyos protagonistas terminaron, salvo excepciones, muertos o apresados y sacrificados.
Cuenta Bernal Díaz del Castillo que a Cortés se le soltaron las lágrimas de los ojos al ver como venían.
Los aztecas, que consideraban a los españoles completamente derrotados, se dedicaron a celebrar la victoria como solían: sacrificando ritualmente a un prisionero tras otro, en un inacabable espectáculo de horror y canibalismo sin parangón. En medio del entusiasmo de la muchedumbre, los prisioneros esperaban que les llegara su turno, mientras veían sacrificar a los que los precedían. Sujeto boca arriba sobre un altar de piedra, el sacerdote le abría el pecho rompiendo el esternón con el cuchillo ritual de obsidiana. Después, a la víctima aún viva, le arrancaba el corazón con sus manos y lo ofrecía a los dioses. El cuerpo se descuartizaba para ser devorado por los enfervorizados fieles antropófagos que, tras el macabro banquete, utilizaban los cráneos de sus infelices víctimas para practicar una suerte de juego de pelota. No es de extrañar que, desde el principio, los tlaxcaltecas se unieran incondicionalmente a los españoles para luchar contra sus ancestrales depredadores aztecas.
Cortés aprovechó esta pequeña tregua para reorganizar a sus escasas fuerzas y marchar, bordeando el lago Texcoco por el norte, en dirección al territorio de sus aliados tlaxcaltecas.
El nuevo emperador Cuitláhuac los persiguió para acabar con ellos antes de que pudieran refugiarse en Tlaxcala. Un enorme contingente formado por los guerreros mexicas y por los pueblos aliados o avasallados (tenochcas, tepanecas, xochimilcas, otomíes, chichimecas y otros), los sometió a una enconada persecución. Tras numerosas y sangrientas escaramuzas que mermaron aún más los efectivos castellanos, el sábado siete de julio consiguió cortarles el paso en los llanos de Otumba. Cuitláhuac rodeó con sus hombres a los exhaustos españoles en Temalcatitlan, entre Otompan y Axapusco.
La mayoría de los escasos cuatrocientos españoles y cien tlaxcaltecas sobrevivientes, estaban heridos. Todos sin excepción estaban maltrechos y agotados tras seis días de feroz acoso, mortificados además por el calor y la humedad abrumadores, propios de aquellos territorios en el mes de julio. Desfallecidos por la falta de alimentos y de descanso, carecían de artillería y de pólvora para los pocos arcabuces que habían logrado salvar. Por el camino se les habían ido agregando sus incondicionales aliados tlaxcaltecas, hasta sumar unos tres mil.
Ante la imposibilidad de seguir huyendo, Cortés y su tropa se hicieron fuertes en un pequeño montículo desde el que se divisaba la inmensa multitud de enemigos que los rodeaba. Los cálculos más conservadores cifran en cuarenta mil el número de mexicas, y aunque los cronistas de la época elevaban su número a más de doscientos mil, actualmente se piensa que debieron ser entre cuarenta mil y cien mil. En todo caso, una de las batallas con mayor desproporción numérica de toda la historia. En palabras de Cortés, recogidas por Fray Bernardino de Sahagún, los españoles entre tanto escuadrón indígena, eran como una islita en el mar… la pequeña hueste parecía una goleta combatida por las olas. Sin embargo, las imágenes de los sacrificios de sus compañeros en las pirámides de Tenochtitlan aún persistían en sus retinas y sabían que ese era el destino que les aguardaba si caían prisioneros. Así pues decidieron plantarse, luchar y morir matando, al más puro estilo español. No sospechaban los mexicas hasta que extremos podían llegar los hijos de la remota España, en el ejercicio de eso que algunos llaman inquebrantable determinación y otros terquedad, obstinación, testarudez o cabezonería.
Los españoles, rodeados por todas partes, formaron en círculo adoptando la disposición de defensa cerrada, típica de los tercios en esa época. En primera línea los rodeleros, inmediatamente detrás los piqueros, y en los flancos los ballesteros y los pocos arcabuceros que aún conservaban su arcabuz y un poco de pólvora. Enfrente, la primera línea enemiga estaba formada por los aztecas encabezados por sus dos cofradías militares más aguerridas, la del Jaguar y la del Águila.
El ataque lo inició el propio Cortés al frente de su menguado pelotón de caballería. Cargando con ímpetu, se abrieron camino hasta el centro del ejército enemigo, para retroceder después en ordenada formación, dejando a su paso una alfombra de cadáveres.
Cortés y sus jinetes repetían este movimiento de carga y retroceso una y otra vez, mientras que la infantería rechazaba las furiosas acometidas mexicas, una tras otra.
Así resistieron durante cuatro horas respondiendo a las flechas aztecas con disparos de ballesta y haciendo valer, en los combates cuerpo a cuerpo, la superioridad de sus espadas y corazas. Sin embargo la desproporción numérica era tan abrumadora, que la situación se volvía insostenible por momentos y el exterminio total resultaba inminente.
En este combate, como en el de la Noche Triste, destacó por su bravura la sevillana María de Estrada que, armada con una lanza, peleó junto a la infantería como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo. María había convencido a Cortés para que le permitiera unirse a su expedición, con las siguientes palabras: No es bien señor capitán, que mujeres españolas dexen a sus maridos yendo a la guerra; donde ellos murieren moriremos nosotras, y es razón que los indios entienden que somos tan valientes los españoles que hasta sus mujeres saben pelear. Su marido Pedro Sánchez Farfán, salvó la vida a Cortés en cierto lance de guerra.
Diezmados y agotados, españoles y tlaxcaltecas comenzaban a ceder terreno. El flanco tlaxcalteca estaba a punto de derrumbarse y el fin parecía inaplazable, cuando Hernán Cortés, que siempre había demostrado una gran serenidad en los momentos difíciles y un gran ingenio para improvisar soluciones a las situaciones desesperadas, supo estar a la altura de sí mismo.
En el ejército azteca, como en todos los ejércitos, las señales tácticas se transmitían por medio de banderas y estandartes que identificaban tanto a los clanes como a las distintas ciudades. El emperador hacía portar su propio estandarte a su adalid o “ciuacóatl”, que en esa batalla era su propio hermano Matlatzincátzin. Ricamente ataviado, se situaba en mitad de sus hombres sobre unas andas sostenidas por caballeros principales, y rodeado por la élite de sus guerreros. Su llamativo estandarte negro con una cruz blanca sobre fondo rojo, servía de referencia a los suyos durante el combate, y su caída significaría que la batalla estaba perdida.
Cortés que tras su estancia en la corte de Moctezuma conocía todos estos códigos de combate, reunió a los cinco capitanes en los que tenía más confianza, su lugarteniente Pedro de Alvarado natural de Badajoz, Gonzalo de Sandoval natural de Medellín, Alonso de Ávila nacido en Ciudad Real, Juan de Salamanca natural de Fontiveros, y Cristóbal de Olid natural de Linares. En compacta formación y al grito de ¡Santiago! ¡Cierra!, cargaron con el arrojo de la desesperación, consiguiendo abrirse camino hasta el altozano donde se ubicaba el puesto de mando azteca. Lograron llegar al palanquín donde estaba Matlatzincátzin, el portaestandarte imperial. Cortés lo derribó de las andas y Juan de Salamanca lo remató de una certera estocada, se apoderó de su estandarte y se lo entregó a Cortés.
El ejército azteca, al perder a su adalid y ver el estandarte imperial en manos españolas, rompió filas y la inmensa muchedumbre de mexicas y aliados se dispersó a la desbandada. El alcance se prolongó durante horas y la carnicería fue antológica. Las llanuras de Otumba quedaron cubiertas por miles de cadáveres, de los que poco antes, estaban celebrando una victoria segura y relamiéndose con la idea del banquete con espectáculo que les esperaba.
La sagacidad de Cortés y la bravura de sus capitanes habían obrado el milagro. Aquella intrépida carga de caballería salvó la vida a los pocos españoles y aliados que aún la conservaban y, andando el tiempo, les proporcionó un imperio. Claro que sólo cinco de los quinientos cincuenta soldados que partieron de Cuba con Hernán Cortés, sobrevivirían para ver el final de la aventura.
Bernal Díaz del Castillo lo cuenta así en su HISTORIA VERDADERA DE LA CONQUISTA DE LA NUEVA ESPAÑA: Todos dimos muchas gracias a Dios que escapamos de tan gran multitud de gente, porque no se había visto ni hallado en todas las Indias, en batalla que se haya dado, tan gran número de guerreros juntos, porque allí estaba la flor de México y de Tezcuco y todos los pueblos que están alrededor de la laguna, y otros muchos sus comarcanos, y los de Otumba, Tepetezcuco y Saltocán, ya con pensamiento de que aquella vez no quedara roso ni velloso de nosotros.
Tras alcanzar esta victoria inverosímil, cesó la persecución y los españoles pudieron retirarse a la ciudad aliada de Tlaxcala. Días después, el emperador Cuitláhuac envió emisarios a los tlaxcaltecas ofreciéndoles la paz a cambio de que le entregaran a los españoles, pero éstos se negaron y acordaron una nueva alianza con Hernán Cortés para conquistar Tenochtitlan, lo que constituyó otro capítulo admirable y sorprendente de esta extraordinaria aventura, pero esa ya es otra historia.
Seguramente, no hay en los anales militares, un episodio más a propósito para inspirar a Carl von Clausevitz, el gran estudioso de la estrategia militar en la Prusia decimonónica, cuando escribió que uno solo está realmente perdido cuando cree que lo está.
hola, tu post esta muy interesante, quisiera pedirte un favor, me gustaria saber la referencia de donde obtuviste el dato de la bandera del cihuacoatl, lo he busado mucho tiempo, pero me ha sido muy dificil hallarlo, gracias
Creo recordar que de un artículo en una revista especializada en historia. En todo caso, si te interesa el tema, te recomiendo la lectura de LA VERDADERA HISTORIA DE LA CONQUISTA DE NUEVA ESPAÑA, de Bernal Díaz del Castillo. La puedes descargar gratis y se lee como la más interesante novela de aventuras.
Un saludo.
Excelente post!
Gracias.