Decía el poeta austríaco Rainer María Rilke, el viajero romántico que buscó por todas partes la ciudad soñada, y al fin la encontró en Ronda, que la verdadera patria de un hombre es su niñez. Recientemente he leído algo que resulta admirablemente complementario: la infancia de un hombre no se termina definitivamente hasta que no pierde a su madre. Y es que, ciertamente, la conformación que adquieren el carácter, la personalidad, el temperamento… y también el paladar, durante los primeros años de vida, ya no nos abandona nunca.
Aunque parezca raro, viene esta introducción a cuento del pollo, ese alimento tan barato y socorrido de unas décadas a esta parte.
Mi padre siempre añoró el sabor recio e intenso de los pollos de campo que comía en su niñez, cuando degustar esa volátil era un lujo que, la mayoría, solo se podía permitir en días señalados. Después llegó el progreso en forma de granjas en las que la producción de pollos -fabricación, he tenido la tentación de escribir- se hace de forma casi industrial, como si de una cadena de montaje se tratara. Sin duda un gran avance social -no para los pollos, claro- que abarató el producto y posibilitó su consumo cotidiano por ricos, pobres y clases medias. Pero ¡Ay! nada es gratis y, en este caso, el coste de la operación lo pagamos en “sabor-moneda”. Mi padre nunca olvidó los sabores de su particular paraíso infantil. En cambio yo, que crecí con el sabor suavón y melifluo del pollo de factoría, aprecio que los picamierdas, al igual que la volatería de caza, tienen un paladar demasiado intenso para mi gusto.
Las primeras gallinas domésticas de las que se tiene constancia arqueológica, aparecieron en China, hace la friolera de ocho mil años. Descienden de la domesticación de un ancestro salvaje, el “Gallus gallus bankiva”, que aún hoy habita en las selvas tropicales del Sudeste asiático, la India oriental y las estribaciones del Himalaya. Es posible que, también por ese tiempo, se iniciara la domesticación en la India, aunque el primer dato que constate la presencia de “Gallus gallus domesticus” en los valles del Ganges y sus afluentes, data de cuatro mil años atrás; y hace tres mil años, ya se criaban por allí gallos de pelea.
Aquellas gallinas primitivas ponían unos treinta huevos al año, pero tras milenios de selección artificial sistemática, las razas de ponedoras actuales ponen hasta trescientos huevos por año.
A Europa, los gallos domésticos llegaron desde Asia, probablemente por más de una vía. A través Rusia acompañando a las tribus indoeuropeas, en sus grandes migraciones hacia el oeste de hace cuatro mil años. Los celtas se encargarían de expandirlos por el norte y centro de Europa. Por el sur llegaron a través de Mesopotamia a Egipto y Creta en el año 1500 a.C. y posteriormente a todo el norte de África. Desde Egipto pasaron a Grecia, y Roma los extendió por todo su imperio. A Hispania los trajeron los fenicios a sus colonias de la costa de Malaca en el siglo VII a.C. junto con el puls púnica, un plato típicamente fenicio y cartaginés que se elaboraba con huevos de gallina, además de harina, miel, queso fresco y agua.
Aunque los gallos silvestres asiáticos son esquivos y agresivos, una vez domesticados resultaron muy dóciles y perdieron capacidad de vuelo, lo que los hizo depender del ser humano para que los protegiera de los depredadores. Además, son muy fáciles de alimentar y de transportar. Por todos estos motivos fueron preferidos a sus homólogos europeos, el urogallo y el gallo lira.
Durante la Edad Media su cría continuó teniendo gran importancia en la alimentación de la población, tanto entre los cristianos como entre los musulmanes. Las clases altas, en cambio, preferían aves más distinguidas como el faisán o la oca.
Del medievo data el famoso “manjar blanco”, plato típico del levante español. Es una crema dulce elaborada con pechuga de pollo hervida, arroz, azúcar, almendras, leche, y aromatizada con canela y cáscara de limón. Es opinión extendida que su origen pudo ser el isfidbadj persa, elaborado con pechuga de pollo hervida en un caldo muy especiado, almendras molidas y canela. Sin embargo hubo recetas romanas muy parecidas que nos han llegado en los escritos de Catón el viejo (siglo I a.C.) y de Apicio (siglo I d.C.).
Pollos y gallinas, que son muy dóciles, ocupan poco espacio, se alimentan fácilmente y proporcionan huevos además de carne, fueron acompañantes asiduos de los navegantes durante siglos; y así llegaron a América en el segundo viaje de Colón, porque de los que embarcaron en el primero, ninguno vivió para conocer el Nuevo Mundo. Allí gozaron bien pronto de la predilección de los nativos que, a cambio, nos obsequiaron con los pavos.
Ya en el siglo XX, los pollos fueron los primeros animales de granja sometidos a una cría intensiva de tipo industrial. El proceso se vio favorecido por la generalización de las vacunas y por el descubrimiento de vitaminas y antibióticos. En 1947, en Gran Bretaña, entró en vigor una ley que concedía ayudas económicas a los agricultores que, mediante el empleo de las nuevas tecnologías, desarrollaran métodos que incrementasen la producción cárnica. El objetivo era reducir la dependencia británica de las importaciones de carne. Este estímulo condujo a la aparición de las primeras factorías avícolas.
Hoy día, la especialización ha llegado a un extremo tal que hay granjas dedicadas a la producción de huevos para el consumo, otras a la incubación de huevos para obtener pollos, y otras aún, en las que se crían esos pollos para destinarlos al consumo de carne. El resultado es que huevos y pollos representan la mayor fuente de proteínas animales de la alimentación humana. Las gallinas domésticas se han convertido en las aves más numerosas del planeta, según la FAO su número triplica al de seres humanos y, cada año, la humanidad consume sesenta mil millones de pollos y casi un billón y cuarto de huevos. Estadísticamente, cada uno de nosotros come ocho pollos y ciento setenta y dos huevos al año.
Pero toda moneda tiene su cruz además de su cara. En este caso, y dejando a un lado los aspectos éticos de las condiciones en las que viven y mueren estos animales en los criaderos-fábrica, la cruz es la extraordinaria uniformidad genética de los gallos domésticos en todo el mundo. Hemos conseguido razas muy dóciles y productivas, perfectas según los criterios de cantidad, calidad y precio. Sin embargo la uniformidad genética les resta posibilidades de adaptación y las convierte en sumamente vulnerables. El cambio de cualquier factor medioambiental, la aparición de una nueva enfermedad vírica por ejemplo, podría causar millones de muertes en poco tiempo y provocar, de rebote, una verdadera hecatombe en la alimentación mundial.
A menor escala pero por las mismas causas, eso es lo que ocurrió en la gran hambruna irlandesa de 1845 y en la gran hambruna escocesa de 1846. Un parásito, el mildiú de la patata (Phytophthora infestans), llegó a Europa con el guano importado de Chile y Perú según se cree, y tuvo efectos devastadores sobre las patatas que se cultivaban en Irlanda y Escocia. Todas eran genéticamente uniformes y de variedades tempranas, las más vulnerables al parásito.
Más recientemente, la gripe aviar que mató a cientos de personas y a millones de pollos en Asia, encendió las alarmas en la comunidad científica e indujo a investigar los genomas de los gallos domésticos y de sus parientes silvestres para prevenir nuevos desastres. El primer genoma de un animal de criadero que se secuenció, fue el del gallo doméstico en 2004.
A pesar del tiempo transcurrido, las diferencias entre el gallo bankiva y el doméstico aún no los han transformado en especies diferentes. Ambos continúan perteneciendo a una misma especie, el gallo rojo o Gallus gallus, y el cruce entre individuos de ambas subespecies sigue siendo viable y fértil. Por tal motivo, investigadores de diversos países buscan en el sur de Asia, poblaciones de Gallus gallus bankiva que hayan permanecido aisladas del contacto con sus primos domésticos, al objeto de propiciar la variabilidad genética de nuestros gallos de corral y, de paso, secuenciar su ADN para descubrir si en la génesis de Gallus gallus domesticus intervinieron genes de otras especies silvestres como el gallo gris, Gallus sonneratii, además de los del gallo bankiva.
La receta que incluyo a continuación es, tal vez, una de las recetas de pollo en salsa más sabrosas y fáciles de hacer. Se trata de una versión sofisticada del sencillísimo y sabrosísimo pollo a la cerveza.
Picar y sofreír 3 cebollas grandes. Lo tradicional es hacerlo en cazuela de barro.
Añadir después:
1 pollo troceado y limpio / Sal / Tomillo / Orégano / Perejil / Pimienta negra.
Marearlo todo bien antes de añadir:
1 copa de brandy y, cuando evapore el alcohol, 1 vaso de caldo de pollo.
Dejar cocer a fuego lento.
Mientras tanto, en sartén aparte, freír 1 cebolla trinchada que se añade cuando el pollo esté casi hecho.
Se acompaña con patatas fritas.
Opcionalmente, se pueden añadir champiñones laminados cuando la cebolla inicial empiece a ponerse transparente.