Pepitoria

Pollo en pepitoria

Hace ya unos años, cuando la tomé en el Parador de Almagro, esta especialidad figuraba en la carta con el bonito nombre de “El pollo de las bodas de Camacho”.

Este guiso antiquísimo, auténtico fósil viviente de la hispana culinaria precolombina, tradicionalmente se hacía con gallina. El motivo es que una cocción tan prolongada como fuere menester, permitía ablandar y hacer agradable de comer la dura carne de las gallinas viejas que ya habían dejado de rendir utilidad como ponedoras.

Es este un plato extendido por toda España, aunque goza de especialDSC09301' arraigo en Castilla y Andalucía. También, aunque no de forma tan generalizada, se guisaban y se siguen guisando en pepitoria el cordero, el cabrito, la perdiz, la liebre, el conejo y, por supuesto, el pavo desde que llegó de América. La misma salsa pepitoria acompaña de maravilla a las albóndigas que, si se quieren convertir en una delicadeza culinaria propia de la actual cocina de pitiminí, pueden formarse envolviendo a huevecitos duros de codorniz.

Aunque se desconoce el origen del invento, es creencia extendida que tiene raíces árabes, debido a la presencia en su receta de almendras y azafrán. Claro que el jamón rebate esta teoría, aunque bien pudo ser un añadido posterior.

El primero que nos deja constancia escrita de la fórmula de este guiso, es el cocinero Diego Granado Maldonado, que la incluye en su “Libro del arte de cocina” (1599), uno de los recetarios más antiguos de la cocina española. En él, recoge numerosos platos de origen medieval. Según costumbre de una época en la que los libros aún no llevaban sobrecubierta con solapas interiores, el subtítulo es un auténtico prólogo: “Libro del arte de cozina en el qval se contiene el modo de guisar de comer en qualquier tiempo, assi de carne como de pescado, para sanos y enfermos y conualecientes, assi de pasteles, tortas y salsas como de conseruas a la vsança española, italiana y tudesca de nuestros tiempos”.

En el Siglo de Oro siguió siendo un plato tan popular, que aparece mencionado por Quevedo en “El buscón”, por Lope de Vega en “La dama boba”, por Cervantes en “El Quijote” y en las “Novelas ejemplares”, por Góngora y por otros autores clásicos que entonces aún no lo eran; lo cual demuestra la asiduidad con la que se cocinaba en los hogares españoles. La receta es recogida en el “Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería” (1611) de Francisco Martínez Motiño, que fue jefe de las cocinas reales con Felipe II, Felipe III y Felipe IV. No debía de hacerlo mal don Francisco, no.

San-Diego-de-AlcaláEn el siglo XVIII, se empleaba este guiso para dar sabrosa utilidad nutricia a las partes menos nobles de la gallina, tales como cuello, alones, higadillos, patas y molleja. Así lo reseña el “Diccionario de Autoridades” de 1732 (antecesor del actual DRAE) en la entrada correspondiente. El franciscano Fray Raimundo Gómez, describe la receta en el principal tratado culinario de la época, el “Nuevo arte de cocina” que, para precaver pecado de vanidad, publicó bajo el pseudónimo de Juan Altamiras, en 1745.

Sin embargo, tras centurias manteniendo posiciones punteras en las listas de éxitos, sería en el siglo XIX, según nos cuenta Néstor Luján, cuando su popularidad alcanzaría las máximas cotas, debido a que gozó de la especial predilección de la reina Isabel II. Durante la segunda mitad de esta centuria, se acuñaron refranes que reflejaban este auge: “Los torreznos en sartén y la gallina en pepitoria” o “Con gallina en pepitoria bien se puede ganar la gloria”. Desde entonces se convirtió en plato emblemático de la capital de España, donde aún hay restaurantes que llevan más de cien años ofreciéndolo en su carta. En esta decimonona centuria, el escritor egabrense Juan Valera, también lo menciona en su novela “Pepita Jiménez”.

Ya en el siglo XX, la fórmula es cumplidamente recogida, como no DSC09663podía ser de otro modo, por la primera gran enciclopedia moderna de cocina española, la “Enciclopedia culinaria: la cocina completa” de María Mestayer de Echagüe que firmaba sus libros como Marquesa de Parabere. En mi ejemplar, que es la edición vigésima tercera de 1995, está en la página seiscientos cuarenta y seis. Allí, doña María acompaña el plato con patatas fritas servidas aparte. He de declarar mi más enérgico desacuerdo, sin que ello menoscabe un ápice, la admiración y el respeto que siento por la señora Mestayer.

Precisamente, lo que hace muy especial a esta receta, es que se trata de uno de los poquísimos guisos de origen medieval que ha llegado hasta nuestros días conservando prácticamente íntegra su fórmula original, sin incorporar ninguno de los productos americanos que, desde el principio de la Edad Moderna, comenzaron a enseñorearse de los pucheros españoles modificando para siempre nuestros hábitos gustativos. Ni tan siquiera se guarnece con patatas fritas… ni falta que le hace, diga lo que diga doña María.

Como receta antigua y muy extendida, presenta tantas variantes como regiones o, incluso, localidades. Yo tengo recogidas una media docena, aunque todas ellas cumplen el criterio de no incluir producto americano alguno. Varían en aspectos tales como cocinarse con aceite o con manteca de cerdo, llevar huevos duros o yemas de huevo crudas, incluir o no clavos de olor o canela, llevar nueces o piñones en lugar de almendras que, a su vez, pueden ir crudas o fritas, y otros detalles por el estilo.

La receta que yo hago es un epítome propio, aunque muy similar a la receta más clásica. En mi evidentemente poco objetiva opinión, está como para hacer reverencias. Hela aquí:

Empezar poniendo a cocer dos huevos en agua fría con sal.

Limpiar, salpimentar y enharinar los trozos de pollo. Yo uso muslos, contramuslos y pechuga, y les quito la piel para aligerar la proporción de materia grasa, aunque eso va en detrimento del sabor.

Freír e ir pasando al vaso de la batidora un diente de ajo pelado, 15 almendras y una rebanada de pan asentado.

En el mismo aceite freír taquitos de jamón y pasarlos a la cazuela o a la olla exprés en la que se vaya a guisar.

Freír después los trozos de pollo y pasarlos asimismo a la cazuela.

Añadir dos vasos de caldo, una hoja de laurel, y poner a hervir. Si usamos olla exprés, dejaremos la válvula girando durante 15 minutos.

En el mismo aceite de freír lo anterior, sofreímos una cebolla y un diente de ajo picados. Cuando estén, los añadimos al vaso de la batidora junto con: un vasito de vino blanco, sal, pimienta, azafrán tostado, las yemas de los dos huevos duros y un poco del caldo de la cazuela.

Lo trituramos todo bien y lo añadimos al pollo. Dejaremos hervir todo junto y destapado, unos minutos. Debe quedar con la consistencia de una salsa.

Antes de servir, se espolvorea con las claras de los huevos duros picadas.

La guarnición tradicional consiste en rebanadas de pan frito y/o cuartos de huevo duro, pero en mi opinión, este plato no necesita guarnición alguna; le basta con un buen pan para mojar la cremosa salsa de un precioso color azafrán y con una gama de sabores tan surtida, que se basta para estimular todas las papilas gustativas del tracto bucofaríngeo, sin dejar ninguna ociosa.


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