España es sin duda la nación en la que se cocina el bacalao de formas más variadas y suculentas. Desde tiempos inmemoriales, los pescadores de la cornisa cantábrica y de las costas portuguesas, se aventuraron por aguas lejanas y procelosas en busca de tan preciado manjar.
Lo sorprendente es que el bacalao fresco resulta un tanto insípido y falto de gracia. Fue el procedimiento de conservación Mediterráneo por excelencia, la salazón, el que lo convirtió en una prodigiosa delicia culinaria que se extendió pronto por todos los rincones peninsulares, de forma que no quedó núcleo habitado de la piel de toro, donde no se cocinara desde antiguo bacalao seco y salado. Después, el ingenio hispano hizo lo demás: desarrolló mil y una formas de prepararlo a cual más deliciosa, y lo convirtió en el alimento preferido del tiempo de Cuaresma, ya que permitía cumplir las normas de la Iglesia católica para este periodo, sin renunciar a la excelencia en la mesa y a la exquisitez en el paladar.
Los ingleses medievales de los tiempos en los que aún eran católicos, ya se distinguían por su desmañado desempeño en los fogones, y por su disposición marrullera y taimada en la diplomacia. Así, fieles a su particular idiosincrasia, idearon un procedimiento muy inglés para quebrantar los preceptos cuaresmales al tiempo que sostenían a despecho de toda evidencia, que sí, que los cumplían rigurosamente. Decidieron que las aves acuáticas que poblaban sus otrora abundantes lagunas y humedales eran de naturaleza vegetal y, en consecuencia, durante la Cuaresma, deglutían patos, ocas y gansos con auténtica fruición. Los que se lo podían permitir, claro, los pobres, en Inglaterra como en España, seguían la dieta cuaresmal todo el año y no precisamente por devoción. Argumentaba la nobleza inglesa que los patitos recién nacidos, salen de la maleza vegetal que cubre las orillas de los humedales porque se forman en dicha fronda a partir de la descomposición de los restos vegetales; luego son de naturaleza vegetal, luego se pueden comer en tiempo de Cuaresma sin infringir norma alguna. Y el hecho de que las ánades aniden en los carrizales y realicen allí su puesta, no les hacía variar ni un milímetro el rictus facial.
Pero volviendo al bacalao nuestro de cada Cuaresma, el surtido de recetas es tan extenso, que resultaría imposible su simple enumeración: a la baezana, a la vizcaína, a la llauna, al ajo arriero, al pil pil, a la isleña, tiznao, encebollado, con tomate, porrusalda, rebozado, pavías, croquetas, buñuelos, albóndigas, etc, etc, etc. Pero de entre todos, si hay un guiso que no puede faltar durante la Semana Santa es el potaje de garbanzos con bacalao. Así es como lo hacemos en mi casa, según receta que se viene transmitiendo de generación en generación:
La noche antes se ponen en remojo los garbanzos con el bacalao sin trocear. Para este plato conviene utilizar las partes con más raspas porque dan más sabor. Los lomos más mollares se reservan para hacerlos con pimientos y tomates y se sirven como segundo plato.
Se pone al fuego una olla con agua, y cuando rompa a hervir se añaden los garbanzos escurridos, el bacalao troceado, cebolla, tomate (no mucho), dientes de ajo con piel, laurel, pimiento rojo seco y un chorreón de aceite.
El pimiento rojo se saca cuando esté blando, y se machaca junto con ajo crudo, cominos y pimienta. Se añade el machacado a la olla, y antes de taparla, se prueba y se añade la sal precisa.
Si usamos olla exprés, hay que dejar la válvula girando durante treinta y cinco minutos. Veinte si la olla es ultrarrápida.