Aquella agradable mañana de domingo, mientras recargaba las pilas anímicas a base de recorrer kilómetros de carriles forestales, me vino a la cabeza uno de los anuncios de la campaña de la Dirección General de Tráfico; ya no recuerdo cual. Ese fue el detonante o, mejor dicho, esa fue la bola que, en el billar americano, inicia la partida impactando sobre el resto de bolas dispuestas en formación triangular, como las falanges atenienses en la batalla de Maratón. Inmediatamente se desencadena una refojina -revolú dicen nuestros primos puertorriqueños- de bolas o ideas entrechocando e impulsándose a rodar unas a otras, hasta que alguna entra en una tronera… o no.En esta ocasión, la idea rodante que terminó por puntuar fue la División Azul; aquellos dieciocho mil muchachos que marcharon a penar y combatir en un lugar ignoto y remoto, con una climatología tan demoníaca que jamás hubieran podido ni imaginar. Posteriormente se fueron incorporando nuevos divisionarios para sustituir a los heridos y reemplazar a los muertos, hasta sumar un total de cuarenta y seis mil.
Los falangistas conservaron siempre bajo la guerrera del uniforme alemán, la camisa azul que terminó por dar nombre a la División 250 de la Werhmacht.
Constituyeron, aunque ellos lo ignoraran, la pieza fundamental en la estrategia de Franco para evitar que España se viera obligada a participar en la guerra al lado de Alemania, o que esa nación de hijos de valquiria aficionados al paso de la oca, ocupara nuestra patria a sangre y fuego como siglo y cuarto antes habían hecho las tropas francesas y británicas.
Y ahora, haciendo lo que en cinematografía se llama una elipsis, es decir, dando un salto en el tiempo, nos encontramos a cinco mil de aquellos animosos soldados participando en el sitio de Leningrado, instalados en el suburbio de Krasny Bor, a la espera de que el hambre rindiera la ciudad.
En estas que el Ejército Rojo triunfa en Stalingrado (hoy Volgogrado) en enero de 1943, y el alto mando soviético decide que ya ha llegado el momento de romper el cerco de Leningrado (hoy San Petersburgo) que duraba desde 1941. Encarga la tarea al Mariscal Gueorgi Zhúkov, uno de los militares más condecorados de la Unión Soviética y uno de los estrategas más destacados de toda la Segunda Guerra Mundial. Cuenta para ello con un potente ejército, el 55º, compuesto por cuarenta y cuatro mil soldados, cien tanques y mil cañones, además del apoyo de la aviación. Con buen sentido, este duro y concienzudo Mariscal, famoso por planear sus operaciones con meticulosidad, pensó que el punto más débil del cerco era un frente de cinco kilómetros entre los arrabales de Krasny Bor y de Alexandrova, defendido por los españoles. Eran solo cinco mil extranjeros procedentes de tierras cálidas, a los que aquella guerra ni les iba ni les venía, combatiendo a temperaturas de hasta cuarenta grados bajo cero y armados exclusivamente con fusiles y ametralladoras. Estaba claro que desmotivados, malcomidos, ateridos de frío y sin armamento con el que oponerse a sus tanques, cañones y aviones, iban a ceder el terreno al primer asalto.
Todo esto resultaba de una lógica indiscutible, aplastante si se quiere, pero hubo un pequeño detalle que el bueno de Gueorgi no tuvo en cuenta y que a la postre iba a resultar decisivo. Lo que tenía enfrente, aquel puñado de hombres bajitos, morenos y bullangueros, más inclinados a la jarana que a la disciplina y más desubicados que Santa Teresa de Jesús en una orgía, eran infantería española. Infantería heredera de una tradición milenaria consistente en pelear como fieras y aguantar la posición hasta que el último hombre, sea oficial, soldado o camillero, caiga muerto. Una tradición que se remonta a Sagunto y Numancia, pasa por Las Navas, Pavía, Mühlberg, San Quintín, Gravelinas, Méjico, Perú, Flandes, Nördlingen, Rocroi, Cartagena de Indias, Bailén, Cádiz, los últimos de Filipinas, El Ebro fratricida, la guerrilla en Francia (que los franceses llaman “maquis” para intentar ocultar el protagonismo absoluto de los republicanos españoles) y llega directa a Krasny Bor, la última gran batalla de la infantería española.
Se conoce que Zhúkov, eso no se lo sabía, pero estaba a punto de enterarse y hasta de convertirse en un experto.
El baile comenzó en la madrugada del diez de febrero, a veinticinco grados bajo cero, con la música de mil cañones disparando un proyectil cada diez segundos durante tres horas seguidas, sobre un frente de cinco kilómetros. Y por si fuera poco, también estaban los novedosos “órganos de Stalin”, los terroríficos lanzacohetes Katyushas. Las posiciones defendidas por los españoles quedaron literalmente trituradas. Absolutamente todas las defensas, los sacos terreros, los blocaos, los pozos de tirador, los cañones anticarro… todo quedó convertido en un amasijo de escombros, barro y hierros retorcidos.
Con la luz del día cesó el cañoneo y le llegó el turno a la aviación, treinta bombarderos y otros tantos cazas que bombardearon y ametrallaron a placer a los españoles en pasadas rasantes, sin fuego antiaéreo ni aviones alemanes que los inquietaran.
Estos bombardeos acabaron con la vida de la cuarta parte de los españoles e hicieron perder la razón a otros cuantos, la mitad de las bajas que iban a tener los divisionarios en toda la batalla. Pero los supervivientes no tenían la menor intención de huir ni de rendirse. Eran infantería española, no lo olvidemos.
Zhúkov pensó que con esto ya habría sido suficiente para provocar la desbandada porque, según su experiencia, estos brutales bombardeos acababan con la capacidad de resistencia de cualquier defensor superviviente. Pero no, los españoles seguían ahí. En cuanto cesó la lluvia de bombas, pequeños grupos de soldados empezaron a salir de sus agujeros y a tomar posiciones en los escombros, utilizando todo lo que les pudiera servir de parapeto.
Envió entonces sus tanques contra los que no tenían la menor posibilidad de defenderse con fusiles y metralletas, pero ¡oh malhadada fortuna!, resulta que los terroríficos obuses, cada uno de los cuales provocaba un cráter del tamaño de una solución habitacional, habían fundido la nieve y removido el terreno, convirtiendo el campo de batalla en un barrizal en el que los carros de combate quedaron atrapados. Inmovilizados por el fango no podían ni avanzar ni retroceder. Este mínimo golpe de fortuna fue todo lo que necesitaron nuestros soldados para compensar, a base de arrojo, pundonor y furia, la descomunal diferencia en hombres y armamento. Soldados que, solo con granadas y minas magnéticas, volaban los tanques rusos aún a costa de su propia vida, como hizo estando ya herido, el Cabo Zapador Ponte Anido (Cruz Laureada de S. Fernando a título póstumo), cuando un T-34 ruso atacó una columna de heridos españoles conducidos hacia el hospital de campaña por los heridos menos graves.
Zhúkov no le dio demasiada importancia al contratiempo. Ordenó que sus blindados barrieran el terreno con sus cañones y ametralladoras y que avanzara la infantería. ¡Acabemos con esto de una vez! dicen que dijo.
Las posiciones defendidas por lo que quedaba de la infantería española seguían sufriendo un intenso bombardeo, y sobre ellas se lanzaron escalonadamente cuatro divisiones de infantería, dos batallones de cañones anticarro, una brigada motorizada y dos brigadas de los temibles esquiadores siberianos.
Los infantes españoles armados con sus fusiles y su bravura, se distribuyeron por el terreno refugiándose en los cráteres y desde ellos disparaban a los soldados rusos o los atacaban a la bayoneta si se quedaban sin munición, como hizo el Capitán Ulzurrun con un puñado de valientes. Cuando una posición era detectada y la artillería dirigía el fuego contra ella, sus ocupantes salían y, a la carrera, intentaban llegar vivos a otro cráter algo más retrasado. Ahí era cuando los francotiradores rusos hacían su agosto. Unos ciento veinte españoles fueron abatidos por ellos. Y si el repliegue resultaba ya imposible, los españoles convertían cada cráter de obús, cada pozo de tirador y cada embudo de artillería en un bastión cuya conquista no terminaba hasta que el último español era abatido a costa de docenas de rusos muertos.
Así, saltando por el campo de batalla como cigarrones, corriendo como guepardos, deslizándose como zarigüeyas y combatiendo como leones, pasaron una hora y otra y otra, y otra más, y otra más todavía… La infantería rusa parecía no agotarse. A una oleada sucedía otra y a esta otra… aquello parecía no tener fin y los españoles eran cada vez menos. Nuestros compatriotas no podían esperar más ayuda que su ingenio ni más apoyo que su coraje, pero no flaquearon. En ningún momento el enemigo les vio la espalda. Hubo oficiales que, habiendo quedado con sus hombres completamente rodeados por los rusos, aislados de sus líneas y sin posibilidad alguna de supervivencia (la rendición no se consideraba una opción), se comunicaron con sus superiores para pedir que sus propios compañeros de armas dirigieran el fuego contra su posición. Ya que iban a morir, lo harían llevándose por delante a tantos enemigos como fuera posible.
Los alemanes por su parte, pensando como Zhúkov que la resistencia española sería mínima, habían decidido desde el primer momento sacrificar a ese puñado de seres inferiores intrépidos y sucios, que eran los calificativos que Hitler empleaba para referirse a los españoles. El Fhürer siempre tan delicado. Ahora sus sucesores, tan delicados como él, nos llaman PIGS que tampoco está nada mal como muestra de delicadeza. Es necesario que todo cambie para que todo permanezca decía Giuseppe Tomasi di Lampedusa ¡y que razón tenía!
El caso es que, como quiera que las horas pasaban y el combate no cesaba, los alemanes, movidos más por la curiosidad que por las ganas de ayudar, por fin decidieron asomar por allí a curiosear, ya bien entrada la tarde.
El espectáculo que contemplaron les heló la sangre en las venas. Era dantesco. Una auténtica masacre. La contienda había terminado. Once mil cadáveres rusos y mil cien españoles alfombraban el campo de batalla. De los tanques soviéticos, el ochenta por ciento habían sido destruidos o inutilizados. Los españoles supervivientes solo habían cedido al enemigo tres kilómetros de terreno en el lugar de máxima penetración rusa, es decir, cinco veces la longitud del paseo Molino de Viento, es decir, nada. ¡Aquel puñado de intrépidos y sucios españolitos con sus fusiles Mauser, habían derrotado a todo un ejército de cuarenta y cuatro mil hombres perfectamente armados, habían detenido la ofensiva tan cuidadosamente planeada por el Mariscal Zhúkov, habían… habían asombrado al mundo una vez más! En esa guerra, nunca nadie antes había detenido una ofensiva soviética, ni alemanes ni rumanos ni italianos, y después de la hazaña de los nuestros, nunca nadie lo volvió a hacer.
No les salió gratis. Tanto las victorias como las derrotas nunca lo son. Ese día tuvieron mil ciento veinticinco muertos, mil treinta y seis heridos, casi doscientos prisioneros todos ellos heridos y noventa y un desaparecidos. En total dos mil cuatrocientas cincuenta bajas, de las que la mitad se produjeron en los bombardeos previos y la otra mitad en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo que costaron a los rusos once mil bajas.
Los combates continuaron en los siguientes días y otros mil españoles y seis mil rusos perdieron la vida en ellos, pero la operación “Estrella Polar” del Mariscal Zhúkov había fracasado y el frente quedó estabilizado durante un año más, aunque radio Moscú y la Agencia de Telégrafos Soviética mintieron al mundo anunciando la toma de Krasny Bor.
El relato de esta hazaña corrió por la Wehrmacht como la pólvora hasta convertirse en leyenda. El veintisiete de febrero, Radio Berlín relató la batalla tal y como había sucedido, sin mentiras ni exageraciones; no había mejor propaganda para su bando que contar la verdad.
Un oficial alemán de alta graduación, declaró al corresponsal de una revista berlinesa que hacía un reportaje sobre el suceso: Los españoles, más que soldados son guerreros. Josef Dietrich, general de las Waffen-SS alemanas, dijo de los españoles: Son valientes, duros, no ceden ante nada, qué orgullo me produce que los españoles estén con nosotros. El general de brigada Jürgen Stroop, dijo a sus soldados en una arenga: Si en el frente os encontráis a un soldado mal afeitado, sucio, con las botas rotas y el uniforme desabrochado, cuadraos ante él, es un héroe español. El propio Hitler que, según cuenta el historiador Moreno Juliá, había enviado a la División Azul al frente de Novgorod en septiembre de 1941, influido por los informes del enlace alemán en la División sobre la proverbial indisciplina de los soldados españoles (van con los botones de la guerrera desabrochados, llevan la gorra ladeada, circulan en bicicleta por donde está prohibido…), cambió de opinión tras conocer su heroísmo en Krasny Bor: Los bravos españoles apenas se protegen y desafían a la muerte… Son indisciplinados, pero no he visto soldados más valientes… Son extraordinariamente duros para las privaciones y ferozmente indisciplinados… Aún no han cedido un palmo de terreno. Yo sé que los nuestros están tranquilos cuando tienen a los españoles de vecinos de sector… Había leído en la historia que el soldado español era el mejor del mundo y ahora, viéndolos en el frente ruso, lo he comprobado… La División española lucha en primera línea sin interrupción, en uno de los sectores más difíciles y de importancia decisiva… De este modo la División Azul ha hecho el más alto honor a su patria en la gran lucha anticomunista. Cuando regrese a España, tendremos que expresar tanto a ella como a su bravo General el reconocimiento debido a una lealtad y una valentía llevadas hasta la muerte.
Los británicos hicieron honor a la fama de manipuladores y farsantes que se han ganado a pulso a lo largo de su historia: la BBC anunció a bombo y platillo la destrucción de la División Azul y la derrota del General Franco en Rusia.
La hazaña también se difundió rápidamente entre las filas rusas, como no podía ser de otro modo. Las autoridades soviéticas sin embargo, expertas como eran en inventar verdades alternativas o, como decimos ahora, realidades virtuales, idearon la patraña de que la victoria de los españoles se había debido al empleo de un arma secreta alemana. De hecho, los interrogatorios de los prisioneros españoles, llevados a cabo por otros españoles que combatían en el bando soviético, versaban fundamentalmente sobre el asunto del arma secreta. Uno de estos interrogadores, un republicano español, le decía a un sargento divisionario capturado durante la batalla: “Dice el coronel que le habéis causado más de diez mil bajas y eso es imposible con fusiles y ametralladoras”. Obviamente, por muy “persuasivos” que se mostraron los interrogadores, no lograron obtener la información que buscaban, porque el arma ni era secreta ni era alemana. Se llamaba “Infantería Española” como muy bien aprendieron el Mariscal Zhúkov y sus soldados. Lo que Zhúkov no llegó nunca a comprender fue el por qué. Por qué ese despilfarro de arrojo. Por qué ese derroche de heroísmo. Por qué esa apoteosis de testarudez.
La tropa española tenía una composición notablemente heterogénea. Junto a los voluntarios falangistas de camisa azul, había numerosos universitarios, ex republicanos que se habían alistado para esquivar la cárcel, ex izquierdistas y ex sindicalistas que fueron voluntarios para hacer méritos con los que allegar benevolencia para con parientes y amigos encarcelados o caídos en desgracia, voluntarios que sencillamente huían del hambre y tropa de reemplazo a la que nadie había preguntado su opinión para llevarlos allí. Es decir, motivaciones, ideologías, sentimientos, pasiones y rencores enfrentados e irreconciliables, al menos aparentemente, porque en el momento en que los rusos dijeron “vamos a pasar por las posiciones españolas”, todos a una, sin ponerse de acuerdo previamente, sin hablarlo siquiera, respondieron al unísono: ¡por aquí no pasan! Y no pasaron. Así somos los españoles y así de grande hubiera sido el pasmo de Zhúkov si hubiera llegado a comprender que la respuesta a la pregunta que se estuvo repitiendo el resto de su vida, era una verdad tan simple.
En total, quinientos setenta y dos divisionarios cayeron prisioneros a lo largo de la guerra y de ellos, solo doscientos veinte sobrevivieron y pudieron regresar a España en 1954, tras doce años de trabajos forzados en campos de concentración soviéticos. Los rusos reconocieron la humanidad con la que los españoles se habían comportado con la población civil en comparación con la brutalidad de los alemanes, especialmente los SS, y no les aplicaron los tratamientos extremos que reservaron para los prisioneros germanos. No obstante, los pocos supervivientes trajeron en su memoria una nutrida colección de horrores que alimentaron sus pesadillas durante el resto de sus vidas. También trajeron la receta de esa ensalada de patatas, verduras cocidas y pescado en conserva, que habían podido saborear en Rusia los días que hubo suerte, que no fueron muchos. Aquí la bautizamos con el nombre de “Ensaladilla Rusa” y la seguimos preparando desde entonces adaptada a los ingredientes y al gusto español. Dedícale un recuerdo a esos valientes la próxima vez que la tomes.
Los prisioneros de guerra alemanes, italianos y de otras nacionalidades en cambio, fueron repatriados tras cinco años de cautiverio solamente. El peor trato a los españoles fue un capricho personal de Stalin.
Uno de esos prisioneros que pasó las de Caín pero logró sobrevivir, sería años después padre de un zangolotino larguirucho y simpático que coincidió en el Instituto e hizo buena amistad con uno de mis hermanos. A veces les contaba recuerdos de sus tiempos en Rusia, como la “divertida” costumbre de la caballería cosaca de obligar a los que se rendían a soltar las armas y levantar los brazos; entonces galopaban entre ellos cortándoles las manos a sablazos. Por supuesto, estaba la opción de bajar los brazos, pero entonces lo que les cortaban eran las cabezas. Esa posibilidad de elegir era la que hacía el juego más emocionante. O los enclaustramientos en cubículos diminutos de techo bajo, en los que había que estar doblado como una alcayata durante horas o días, según la mala leche del carcelero. Solía terminar sus relatos diciendo: “Vosotros no os podéis ni imaginar lo que era aquello”.
A pesar de todo, este sufrido héroe consiguió sobrevivir y regresar a su cálida y soleada Málaga natal. Allí, como el oficio de héroe no se cotiza en tiempos de paz, tuvo que recurrir a su otro oficio, carpintero. Montó una carpintería y le fue bien. La prueba del nueve de que le fue bien es que se compró un coche, cosa que en aquella época, años setenta del pasado siglo, era indicio inequívoco de un pasar medianamente acomodado.
Pero quiso el destino que quien había sobrevivido a los combates de Leningrado, a los cosacos, a las prisiones soviéticas, a las torturas, a los trabajos forzados, al hambre, al frío… muriera en España en un funesto accidente de tráfico. El destino. El puñetero destino que a veces se empeña en emular a las tragedias griegas. Quien lo entienda que lo compre.
Publicado en “Revista de La Carolina” en junio del 2013.
Fernando me ha gustado por lo bien documentado que está.
Es, como todo lo que haces, tan real que parece que estuviéramos alli. Animo que vas camino de convertirte en expero de muchas cosas.
Un abrazo
Muchas gracias.
Informese mejor antes de escribir .Hay excelentes libros acerca de aquella batalla . Su analisis simplista no aporta nada.
Agradezco su comentario, pero he de manifestarle mi total desacuerdo con su análisis.
Miguel Bermejo. ¿No sería más fácil que indicaras qué puntos son incorrectos?
Mi padre estuvo allí. En pocas palabras su relato ha resumido lo sucedido allí. El infierno, fue dantesco.
En efecto, el elevado número de españoles que perdieron la razón en aquella batalla, indica que debió de ser un auténtico infierno. Un saludo.