Don Santiago Ramón y Cajal

Cuando yo era chico los niños jugábamos en la calle, alejados de cualquier tutela adulta. Formábamos pandillas en las que aprendíamos a socializar sin más injerencias profesionales que las de los guardas jurados cuando no respetábamos las normas en parques y jardines.

Descubríamos cual era nuestro papel en el grupo, establecíamos el escalafón de jerarquías dosificando con mayor o menor acierto la agresividad, la docilidad y la astucia, aprendíamos la importancia de saber buscar alianzas adecuadas con los miembrosla_guerra_de_los_botones_1 apropiados… Y cuando esta variada panoplia de incipientes habilidades sociales no acertaba a conducir las relaciones por cauces satisfactorios, pues lo solucionábamos a mamporros y Santas Pascuas. ¡Ah! Y que nuestro padre, que normalmente no se enteraba de nada, no supiese que nos habíamos peleado, y menos aún que habíamos perdido la pelea. Del castigo no nos libraba nadie e incluso podíamos recibir de propina un par de sopapos, collejas o azotes en el culo. Menos mal que siempre quedaba nuestra madre para servirnos de refugio y consuelo. Además, y ya en otro nivel, estaban las siempre procelosas relaciones con las pandillas vecinas. Ahí los desacuerdos eran palabras mayores. Y siempre los había, pues el conflicto y la confrontación, lo que se llamaba medir las fuerzas, eran la forma natural de relación entre pandillas. En mi barrio, cuando la tensión alcanzaba un punto de no retorno, se resolvía con un duelo colectivo a primera sangre; lo que nosotros llamábamos una “pedreilla”. Convenidos día, hora y lugar, nos plantábamos frente a frente dejando entre ambos grupos un espacio amplio de “tierra de nadie”, y nos apedreábamos a conciencia. La contienda terminaba cuando uno de los dos grupos volvía la espalda y echaba a correr perseguido por los envalentonados adversarios, o cuando algún niño salía descalabrado, lo que inmediatamente calmaba los ánimos de todo el mundo y hacía nacer una especie de sentimiento solidario ante la tragedia paterno-filial que nos sobrevolaba a todos.

Naturalmente, una ocasión tan trascendente no se podía afrontar sin un entrenamiento previo. A tal fin nos fabricábamos unos escuditos de pequeñas dimensiones, hechos de contrachapado o de cartón duro; les hacíamos cuatro agujeros y los sujetábamos al antebrazo izquierdo por medio de guitas o alambres. Todo esto se hacía en la calle y con los medios más precarios que imaginarse pueda, pues si alguno tenía una navajilla, era la envidia del grupo. Nos entrenábamos de dos en dos, situados a una distancia tal que permitiera ver venir los proyectiles con la suficiente anticipación. El juego consistía en lanzar piedras con la derecha y parar las que nos lanzaban con el escudo de la izquierda, o sortearlas. Y así, durante horas, entrenábamos a un tiempo la puntería y la esquiva.

Los niños de hoy, que son muy afortunados porque disponen de televisión, de videoconsolas, de ordenadores, de teléfonos móviles y de un sinfín de posibilidades con las que regatear el aburrimiento, no pueden ni imaginar lo divertida y emocionante que podía ser la vida de sus abuelos cuando eran niños, hace cincuenta o sesenta años.

Soy consciente de que los padres actuales son, casi sin excepciones, sobreprotectores, supercontroladores, mimadores y pusilánimes con sus vástagos; es la moda. Los que lean esto, pensarán quizás, que esa forma de educar a los niños era la más acabada manifestación del salvajismo y la irresponsabilidad. Pero así eran las cosas en todos los pueblos y ciudades de España. Y, en honor a la verdad, hay que reconocer que no nos convertimos en adultos tan malos. De hecho, yo estaría inclinado a afirmar que fuimos mejores que los adultos jóvenes actuales, pero es muy probable que se deba a que, como decía don Jorge Manrique: “…a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor”.

Los niños de mi pandilla, que teníamos entre siete y nueve años, aprendimos a hacer pólvora. No tengo ni idea de cómo, pero aprendimos. Con toda probabilidad, este conocimiento como los de bailar el trompo, lanzar la lima, jugar a las bolas, la letra y la música de los “plones” y tantos otros, formaba parte del acervo cultural que se transmitía de hermanos mayores a hermanos menores. Y en una época en la que la mayor superficie comercial que se podía encontrar era la tienda de ultramarinos de la esquina, obteníamos todo lo preciso sin más dificultad que reunir las perrillas necesarias para comprarlo. Con la magra paga que nos daban los domingos, hacíamos un fondo común y comprábamos pastillas de clorato potásico en la farmacia. Estas pastillas se vendían sin receta, eran muy baratas y se usaban para tratar las llagas y ulceraciones en la mucosa bucal. El carbón lo comprábamos en la carbonería donde se surtían las amas de casa, para abastecer los braseros que caldeaban las mesas de camilla de todos los cuartos de estar del barrio. El azufre lo vendían a granel en la droguería. Y ya solo restaba machacarlo todo entre dos piedras planas, mezclar concienzudamente las proporciones adecuadas de cada polvo, formar regueros y prenderlos con las cerillas de la caja adquirida en el estanco. ¡Ah!, y para que al arder salieran chispas de bonitos colores, le añadíamos a la mezcla un poco de sal cogida del salero de casa.

Nosotros con nuestra pólvora, no hicimos ninguna barrabasada destacable. Pero se conoce que la forma de pasar por la infancia no había cambiado mucho en al menos siglo y cuarto, porque don Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) dejó escrito en sus memorias algo que perfectamente podría yo escribir en las mías: “Pero los chicos de Ayerbe no se entregaban solamente a juegos inocentes: el tejo y el marro alternaban con diversiones harto más arriesgadas y pecaminosas. Las pedreas, el merodeo y la rapiña, sin consideración a nada ni a nadie, constituían el estado natural de mis traviesos camaradas”. Santiago, que fue un niño travieso y poco aplicado en los estudios, también sabía hacer pólvora cuando era niño; pero él sí que perpetró una trastada a la altura de su genialidad.

Cierto verano, en Ayerbe, un pueblo del alto Aragón donde su padre era médico rural, Santiago que a la sazón tenía once añitos, por su cuenta y riesgo, fabricó un cañón. Cogió un trozo de viga de madera desechada de una obra de albañilería hecha en su casa, y con una barrena de carpintero de grueso calibre, a fuerza de trabajo y de tiempo, consiguió labrar en el interior una oquedad cilíndrica. Después, envolviendo el extremo de un escobillón en papel de lija, alisó las paredes interiores. El exterior lo reforzó envolviéndolo en alambre y cuerda embreada. Tuvo incluso la precaución de reforzar cajal_fincarrera_255el oído o agujerito para la mecha, con un canuto de lata obtenido de una aceitera vieja, para que al disparar no se ensanchara el orificio y se perdiera por él el efecto de la explosión. Y para probarlo, no se le ocurrió mejor idea que emplazarlo apuntando a la puerta de un cercado vecino. Con ayuda de su pandilla de amigos, que debían de ser todos de armas tomar y nunca mejor dicho, lo transportaron a hombros hasta el lugar elegido. Lo cargaron con todos sus sacramentos: pólvora, un buen taco y abundante munición formada por clavos viejos y cantos rodados. En el oído dispusieron más pólvora y una mecha de yesca bastante larga, pues varios niños, Santiago entre ellos, pensaban que el cañón, en vez de disparar, iba a estallar. Con una cerilla fijada en el extremo de un largo alambre, Santiago prendió el cebo e, inmediatamente, corrieron todos para ponerse a cubierto a una distancia segura. Y, en contra de los presagios más pesimistas, el cañón no reventó. El invento funcionó tan bien que el disparo hizo un considerable agujero en la puerta elegida como blanco. Por ella apareció de inmediato el vociferante hortelano rugiendo con mayor estruendo que el rudimentario cañón y lanzándoles a los gamberros piedras como puños.

Santiago, que no ideaba cosa buena, tenía además peor fama de la que se merecía, porque siendo hijo del médico y todos sus amigos hijos de campesinos, le tenían una cierta inquina y lo acusaban de todas las fechorías que ocurrían en el pueblo, fuera quien fuese el autor. Su padre, don Justo Ramón Casasús, estaba ya más que harto de soportar las quejas y atender las reclamaciones de los vecinos agraviados. Por eso, cuando a consecuencia de la denuncia puesta por el labrador, se presentó en su casa el alguacil para llevarse al niño al calabozo municipal, don Justo se mostró de acuerdo pensando que le serviría de lección. Y para que el aprendizaje resultara aún más significativo, ordenó que no se le llevara alimento alguno mientras durara el encierro. Obviamente la madre burló esta severa orden por medio de una amiga que le proporcionó al niño deliciosas comidas durante los cuatro días que estuvo apresado. Y en cuanto salió ¿qué hizo el tozudo infante?… En efecto, construyó un nuevo cañón. Se conoce que su inclinación a la balística era irreductible. Aunque algo de la “lección” sí había aprendido, y en esta ocasión lo llevaron lejos, lo apuntaron contra una terrera… y el artefacto reventó en mil pedazos hiriendo levemente a Santiago y a su hermano. Al pertinaz artillero le penetró una esquirla metálica en el globo ocular, y no perdió la visión de ese ojo por pura fortuna. Solo le quedó una marca en la retina para el resto de sus días.

Santiago, que hoy día habría sido asiduo en el despacho de Orientación, siguió igual de trasto y enredador en el Instituto, y su preocupado padre intentó enmendarlo asentándolo como aprendiz de barbero primero y como aprendiz de zapatero después… pero esa es otra historia.


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