A los países occidentales no nos han tocado en la tómbola ni la democracia ni las libertades de las que disfrutamos. Son el resultado de un largo proceso de evolución social y cultural no exento de revueltas, vicisitudes, revoluciones y escabechinas varias, que comenzó cuando España abrió las puertas de la Historia a la Edad Moderna y, por medio del Renacimiento, sacó a Europa de la Edad Media. Después vinieron la Ilustración, la Revolución Industrial, sucesivas revoluciones científico-tecnológicas, el reconocimiento institucional y legislativo de los derechos humanos y, por fin, la sociedad del bienestar en la que vivimos acomodados con tanta satisfacción como inconsciencia.
El mundo islámico no ha pasado por ninguna de estas fases. Los países musulmanes siguen instalados en las concepciones religiosas, los paradigmas culturales y las estructuras sociales del medievo. Hoy como en el siglo X, para los musulmanes el mundo se divide en dos partes: la casa del islam formada por los territorios habitados por mahometanos, y la casa de la guerra formada por el resto de territorios. Como su propio nombre indica, la religión de Mahoma obliga a los musulmanes a conquistar y someter a la casa de la guerra por medio de la guerra santa, valga la redundancia, hasta que el mundo entero sea casa del islam y todos sus habitantes reconozcan la verdad de Mahoma. Según les enseña su religión, los países y los bienes de los infieles que habitan en la casa de la guerra les pertenecen por derecho. Allá donde sean más débiles disimularán sus intenciones y los halagarán con zalamerías y simulaciones, taquiyya o kitman, mientras aguardan el momento propicio para sojuzgarlos, expoliarlos y suprimirlos, que es lo que llevan años haciendo en los países donde los cristianos son minoría como Egipto, Pakistán, Siria, Irak, Yemen o Arabia Saudí entre otros.
Se equivocaron Estados Unidos y Gran Bretaña cuando pensaron que en Irak podrían sustituir la férrea dictadura por una bonita democracia al estilo occidental. Se equivocaron los cándidos que pensaron que las ilusamente llamadas Primaveras Árabes, traerían regímenes democráticos respetuosos con los derechos humanos y con las libertades individuales. Y se equivocan los que creen que los sarracenos instalados en países occidentales terminarán integrándose en las sociedades democráticas que los han acogido y asimilando sus costumbres y valores. Conviene no dejarse engañar por la versión oficial, buenista y memoprogre, por muy políticamente correcta que resulte. No es exacta la clasificación de los musulmanes en moderados y radicales. Lo que hay son musulmanes pacientes que consideran que aún no ha llegado la hora de tocar a degüello en Occidente, y musulmanes impacientes que han empezado ya la escabechina de infieles sin esperar a que se les unan los demás.
Cómo ha demostrado tantas y tantas veces la Historia, la fortaleza de los invasores radica en la debilidad del pueblo que los acoge. Es lo que ocurrió en Egipto 1650 años antes de Cristo, en Roma durante los siglos IV y V, en Hispania desde el año 711 con las sucesivas oleadas de invasores norteafricanos y en la España de principios del XIX con nuestros malos vecinos franceses, por mencionar solo cuatro ejemplos.
Los inquilinos “irregulares” que nos están imponiendo su acogida y amparo a razón de ciento setenta diarios, casi sesenta mil en 2018 (un 130% más que en 2017), son en su mayoría musulmanes. Más tarde o más temprano, se cansarán de explotar nuestras ayudas sociales y decidirán que son lo suficientemente fuertes para aplastarnos y quedarse con todo. Al fin y al cabo, según su particular concepto de la justicia, les pertenece por derecho divino. Y cuando tal cosa suceda, ¿serán los autores de las pintadas de la cabecera los encargados de pararles los pies? No sé, no sé… No acabo de verlo claro.