En el barrio del Realejo situado en la falda de la colina del Mauror, a los pies de la fortaleza del Mauror (Torres Bermejas), estaba «Garnata al Yahud» (Granada de los judíos), el que fue próspero barrio judío hasta que el 31 de diciembre de 1066, los musulmanes realizaron una matanza de cuatro mil judíos en un solo día. Los pocos supervivientes huyeron a Lucena.

A propósito de las sorprendentes peripecias de ese falso barco humanitario cargado de falsos náufragos que, además, perpetra la absurda incongruencia de tener nombre inglés a pesar de llevar bandera española, vienen a las mientes algunos de los episodios protagonizados por los marinos de la pérfida Albión y por sus barcos.

Los ingleses siempre han tenido dos habilidades en las que se han mostrado muy por encima de los demás. La primera es la de comportarse, a lo largo de toda su historia, con una crueldad que hace parecer bondadoso al más inhumano y depravado de los seguidores del Marqués de Sade. La segunda es la de manipular, falsear y tergiversar el relato para sustituir los hechos históricos por un surtido de patrañas y quimeras que, desde siempre, sus historiadores se han dado buena maña en pergeñar. Y con mayor empeño si cabe durante el siglo XIX. Esa Historia en la que la propaganda ha sustituido a la historiografía, los muestra como adalides de la democracia y de las libertades, al tiempo que hace aparecer a los españoles como crueles y perversos. Esa Historia es la que estudian en la escuela sus hijos y los nuestros, y la que defienden con entusiasmo, además de los antiguos enemigos del antiguo Imperio español, los primos hispanoamericanos, los progres de salón, los intelectuales de subvención y los revolucionarios de pancarta y pandereta.

Veamos, a modo de ejemplo, un par de episodios que resultan muy esclarecedores, aunque nada edificantes.

El primero de ellos tuvo lugar durante la expulsión de los judíos de Inglaterra.

Todo empezó durante el reinado de Juan I Plantagenet más conocido como Juan sin Tierra, el hermano de Ricardo Corazón de León, que reinó desde 1199 hasta 1216. Como todos los reyes, el rey Juan siempre estaba necesitado de fondos con los que financiar sus guerras, sus lujos y sus caprichos. Además de dineros, también andaba Juan I muy escaso de escrúpulos. Lo que no le faltaba era ingenio para idear procedimientos con los que recargar las agotadas arcas reales.

En la Inglaterra de la época los judíos eran propiedad del rey, así es que Juan mandó detener y encarcelar a uno de sus judíos, un rico comerciante de Bristol, y le propuso venderle su libertad por una elevadísima suma que suponía la ruina para el comerciante. El pobre hombre se negó y el rey mandó que le arrancaran una pieza dental. Pero el judío era terco; al día siguiente perseveró en su negativa y el rey mandó arrancarle un segundo diente. Así siguió los días sucesivos hasta el quinto. El sexto día pagó y pudo volver a casa, aunque desdentado y arruinado.

Juan sin Tierra fue un rey notablemente cruel, un despilfarrador apasionado por las joyas que sometió a sus súbditos a una presión impositiva asfixiante (contra la que se reveló el ficticio Robin Hood), y un completo inepto como político y como militar que perdió infinidad de batallas y de territorios. No obstante, la propaganda historiográfica inglesa se las ha ingeniado para que sea recordado con admiración en Inglaterra y para que su figura se estudie en las facultades de Derecho de medio mundo como aperturista y defensor de las libertades, por haber redactado la Carta Magna. En realidad, su incompetencia militar y sus arbitrariedades con la nobleza provocaron una guerra civil. En 1215 los barones rebeldes llegaron a sitiar Londres y el rey Juan, viéndose perdido, aceptó acatar las leyes inglesas y respetar los derechos de los nobles, firmando la famosa Carta Magna. Solamente tres meses después, el soberano convenció al papa Inocencio III para que declarase que el documento era ilegal porque interfería con los derechos reales, y se reanudó la guerra civil. Si esto es ser aperturista… Si esto es defender las libertades…

Pero, siguiendo con la expulsión de los judíos, su sucesor Enrique III también llamado Enrique de Winchester, retomó los peculiares procedimientos de tesorería del rey Juan I que, afortunadamente, no se estudian en las facultades de Derecho como modelo de fiscalidad progresista. Pero el rey Enrique implementó una versión corregida y aumentada. Puesto que los judíos eran propiedad del rey ¿por qué conformarse con esquilmar a uno solo pudiendo arruinarlos a todos? Pues dicho y hecho. Consecuente con este razonamiento, sometió a la población judía a una presión impositiva confiscatoria que la empobreció terriblemente.

Su sucesor, Eduardo I el Zanquilargo, heredó unos judíos a los que difícilmente se podía estrujar más. Decepcionado, decidió cortar por lo sano y matar a la antigua gallina de los huevos de oro.

En el año 1279 desató una ofensiva contra los “envilecedores de la moneda”. Mandó apresar a los jefes de todas las casas judías y ejecutó a tres centenares de ellos.

En 1280, siguiendo con su plan de acoso, mandó que todos los judíos asistieran a sermones de conversión predicados por frailes dominicos.

Por fin, el dieciocho de noviembre de 1290, decretó la expulsión de los judíos que quedaban en Inglaterra, unos dieciséis mil, y la confiscación de todos sus bienes que pasaban a ser de su exclusiva propiedad. Como la mayoría de los judíos practicaban la usura que los cristianos tenían prohibida, también confiscó las deudas que los deudores deberían pagar ahora al tesoro real, aunque solo el capital sin intereses para que no pudieran acusarlo de usurero. Realmente, la gallina ya no podía dar más de sí.

Muchos judíos huyeron por sus medios a Francia, Holanda, España o Polonia. Sin embargo, el rey, en un sospechoso rapto de generosidad, puso a su disposición unas naves que los llevarían al otro lado del canal. Algunos picaron y, en cuanto las naves llegaron a alta mar, los inocentes que habían confiado en la promesa del perverso rey fueron arrojados por la borda y perecieron ahogados entre el regocijo de la marinería que, a sus gritos de petición de auxilio, respondía: ¡Llamad a Moisés que venga a salvaros! ¡Si pudo separar las aguas del mar Rojo poco le costará recogeros ahora!

En relación con este episodio, a lo largo de los siglos se ha transmitido una historia, tal vez apócrifa, que relata como el capitán de una de esas naves mandó echar el ancla cerca de la desembocadura del Támesis, en una zona en la que, durante la marea baja, emergía un amplio islote de arena. El capitán convenció a los judíos para que bajaran con él a estirar las piernas y hacer sus necesidades con algo más de intimidad de la que permitía el barco. Cuando la marea comenzaba a subir, el capitán se escabulló disimuladamente, mandó levar anclas y dejó allí a los judíos que perecieron ahogados para regocijo de la marinería.

Como es fácil suponer, el tradicional cinismo historiográfico inglés ha considerado siempre a Eduardo I el Zanquilargo como un insigne modelo de eficacia y buen gobierno. Sus historiadores lo han descrito como el Justiniano inglés, el precursor del parlamentarismo constitucional y uno de los más grandes reyes medievales de Europa. Sin embargo, los escoceses padecieron en sus carnes los despiadados métodos de este monarca y discrepan de esta versión, como queda claro en la famosa película Braveheart.

El Edicto de Expulsión de 1290 permaneció en vigor hasta que fue abolido por Cromwell en 1657, casi cuatro siglos después, y sirvió de modelo para la mayoría de las expulsiones llevadas a cabo en otros territorios europeos: las cuatro expulsiones del reino de Francia en 1182, 1306, 1321 y 1394, del archiducado de Austria en 1421, de la Provenza en 1430, de los ducados de Milán y Parma en 1490, de Lituania en 1495, del reino de Portugal en 1496, del reino de Nápoles en 1510, de Túnez en 1535, de Brandeburgo, de Génova, de Baviera, de los Estados Pontificios, de Orán (Argelia)… Durante toda la Edad Media y hasta el siglo XVIII, en la ciudad de Fráncfort el número máximo de familias judías estaba limitado a quinientas; debían vivir hacinadas en un gueto amurallado del que no podían salir ni por la noche ni los domingos, debían llevar siempre una marca que los identificaba como judíos y tenían prohibidas determinadas actividades económicas como las agrícolas o ganaderas.

A diferencia de lo que ocurría en el resto de Europa, en la España de entonces los judíos no eran un pueblo perseguido ni sometido. Podían ser propietarios de tierras, posibilidad que les estuvo negada en los demás territorios europeos durante siglos. Estaban exentos de pagar el diezmo y, aquellos que voluntariamente optaban por vivir en guetos, tampoco pagaban impuestos municipales. Tenían una legislación propia, elegían a sus propios representantes y nombraban a sus propios jueces para resolver sus conflictos comerciales. Podían prestar dinero a intereses más elevados que los permitidos por la ley a los cristianos. La Inquisición no podía tocarlos salvo en caso de blasfemia o de soborno a cristianos. Podían formar parte de la administración tanto del reino como de los territorios señoriales, y no fueron pocos los que ocuparon cargos muy elevados. No es de extrañar que, ya desde el siglo XIII, la población judía de España fuera la más numerosa de toda Europa.

Con el Edicto de Granada de treinta y uno de marzo de 1492 o Decreto de la Alhambra, los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de los reinos de Castilla y de Aragón, pero no del resto del territorio español. De hecho, la mayoría de los desterrados se instalaron en Navarra y en Portugal, aunque unos años después también serían expulsados de esos territorios.

Por otro lado, el edicto de 1492 establecía para los desterrados unas garantías que no tenían parangón en las expulsiones realizadas por los otros reinos europeos. El decreto les ofrecía la posibilidad de quedarse si en el plazo de cuatro meses se convertían al cristianismo y se bautizaban, ya que su verdadero fin no era la expulsión sino forzar la conversión, pues en un tiempo en el que política y religión eran la misma cosa, la unificación política pacífica, arraigada y en condiciones de estabilidad social, exigía una misma religión en todo el territorio.

Al menos la cuarta parte de los doscientos mil judíos españoles se convirtieron, y una tercera parte de los que se fueron, regresaron poco después asegurando que habían sido bautizados en el extranjero, ya que la pragmática de 1494 prohibía la entrada de judíos en España bajo pena de muerte. Por Real Orden, los retornados pudieron recuperar todos sus bienes por el mismo precio al que los habían vendido. Salvo excepciones, se quedaron los judíos más ricos y cultos, entre ellos casi todos los rabinos, y los que ocupaban puestos destacados en la administración, en la medicina, en la banca, etc.

Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el número total de exiliados. Las fuentes ofrecen cifras que van de los veinte mil a los ciento cincuenta mil. En todo caso, sin entrar en la discusión de las cifras concretas, en lo que sí hay acuerdo es en que se quedaron bastantes más de la mitad del total. Recientes estudios genéticos muestran que el veinte por ciento de la población española tiene genes judíos, mientras que solo la mitad, el diez y medio por ciento, tiene genes norteafricanos.

Una curiosidad: los conversos adoptaban nombres y apellidos cristianos, y la mayoría eligieron el topónimo de su lugar de nacimiento; por eso los cristianos viejos colocaron un “de” delante de sus apellidos toponímicos para diferenciarse de los judíos conversos.

A los judíos que optaron por el exilio, el edicto les reconoció la entera disponibilidad de sus propiedades tanto muebles como inmuebles. De hecho, y en base a este reconocimiento, muchos de los exiliados optaron por conservar sus casas y marcharon con las llaves de las mismas, seguros de que pronto se les permitiría volver y de que encontrarían sus propiedades intactas gracias a la protección real. Se les permitió vender sus bienes y, para evitar abusos de los compradores, los reyes nombraron administradores que gestionaran la venta en representación de los propietarios, en las mejores condiciones posibles. No obstante, debido a la premura de tiempo, cuatro meses que se ampliaron en diez días más, esas ventas siempre fueron muy desventajosas. Se les permitió llevar consigo cuantos bienes muebles quisieran y el importe de sus ventas en letras de cambio, ya que la ley prohibía sacar del reino oro, plata, monedas, armas y caballos. Las propiedades que llevaron consigo fueron eximidas de pagar cualquier tipo de servidumbre, arancel, impuesto, tasa o portazgo. Además, se les proveyó de un salvoconducto real para que, durante su marcha, fueran respetados por ciudadanos y autoridades.

A pesar de ello, la marcha al exilio de aquellos españoles expatriados fue durísima. El cronista Andrés Bernáldez, cura párroco de Los Palacios, en su HISTORIA DE LOS REYES CATÓLICOS DON FERNANDO Y DOÑA ISABEL, la describe con estas compasivas palabras: Salieron de las tierras de sus nacimientos chicos y grandes, viejos y niños, a pie y caballeros en asnos y otras bestias, y en carretas, y continuaron sus viajes cada uno a los puertos que habían de ir; e iban por los caminos y campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas; unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros naciendo, otros enfermando, que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos y siempre por do iban los convidaban al bautismo y algunos, con la cuita, se convertían y quedaban…

Esta actitud más tolerante, más justa y más generosa que la del resto de Europa, incluso en la expulsión, le valió a España toda suerte de críticas e invectivas, amplificadas y exacerbadas por los muñidores de la Leyenda Negra. Toda Europa alabó la expulsión, pero criticó el edicto por considerarlo insuficiente y llamó a los españoles “malos cristianos” por su tolerancia con judíos y musulmanes, y por su facilidad para mezclarse con los conversos. Le granjeó, por ejemplo, el odio del papa Pablo IV quien decía que los españoles son malditos de Dios, simiente de judíos, moros y herejes, hez del mundo. En esto vino a coincidir nada menos que con Lutero, quien escribió de los españoles: la mayoría son marranos, mamelucos.

Pues bien, a pesar de todo lo dicho, si se escribe en cualquier navegador “Expulsión de los judíos” o bien en inglés “Expulsion of the jews”, lo primero que aparece es la expulsión de España en 1492 a pesar de que no fue la única ni la primera ni la más cruel. De hecho fue una de las más tardías, y la mayoría de los afectados por el Edicto de Granada eran descendientes de judíos que habían sido expulsados siglos atrás de Francia o de Inglaterra.

Es lo que ocurre cuando la propaganda y la difamación sustituyen a la historiografía y no hacemos nada para remediarlo.


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