Corbeta frente a las costas de Berbería, donde miles de españoles fueron vendidos como esclavos por los musulmanes.

El segundo episodio que ejemplifica esa denodada inclinación de los ingleses a librarse de sus “problemas” arrojándolos por la borda, se produjo en el barco negrero Zong durante la trata de esclavos africanos; un negocio en el que nuestros actuales “socios a la fuga” se mostraron particularmente activos. Pero comencemos por el principio.

En 1651, bajo los auspicios de Oliver Cromwell, nació la Compañía de Guinea para enviar esclavos africanos al Caribe. El veintinueve de mayo de 1660, se restauró la monarquía y Carlos II fue nombrado rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Ese mismo año, sin pérdida de tiempo, fundó la Real Compañía de Aventureros de Comercio con África, destinada a capturar esclavos negros en la costa occidental de ese continente y transportarlos a las colonias británicas. El rey se reservó para sí el cincuenta por ciento de las ganancias. En 1672, la compañía cambió su nombre por el de Real Compañía Africana. Carlos II, satisfecho con los cuantiosos beneficios que le proporcionaba, le otorgó poderes adicionales, como tener sus propios soldados o poder construir “factorías”, que eran unas prisiones fortificadas en las que almacenaban a los esclavos antes de embarcarlos para cruzar el Atlántico.

Cape Coast: prisión fortificada inglesa o factoría de almacenamiento de esclavos, en la costa de la actual Gana.

El negocio resultó extraordinariamente lucrativo, pues muy pronto se consolidó una red de comercio triangular en la que los barcos que llevaban los esclavos de África a las colonias inglesas de América, volvían a Inglaterra con las bodegas repletas de productos americanos como azúcar, algodón, tabaco, pieles, madera, ron o café. Allí vendían esos productos y llenaban sus bodegas con manufacturas inglesas como armas, herramientas, utensilios, textiles o cerveza. Con esta nueva mercancía volvían a África y la intercambiaban por esclavos negros, doble número de hombres que de mujeres. Y vuelta a empezar. Todos ganaban. Todos menos los pobres esclavos, claro.

También fue muy utilizada como moneda la concha de un pequeño caracol marino llamado cauri (Monetaria moneta). Estas conchas se usaban desde antiguo como dinero en muchas zonas de África, Asia e islas del Pacífico, y los mercaderes africanos las aceptaban como pago por los esclavos. En el siglo XVIII, los tratantes ingleses y holandeses llegaron a importar hasta cuarenta millones de conchas al año. Las principales áreas de producción eran las islas Maldivas y determinadas zonas de la costa este de África.

Se calcula que entre 1672 y 1690, reinando ya Jacobo II, el comercio de esclavos rondó la media de cien mil individuos al año. A cambio, se enriquecían los mercaderes africanos, los traficantes ingleses, los colonos americanos, las fábricas inglesas y, muy especialmente, la Corona inglesa. A modo de ejemplo, unas ciento cincuenta mil armas fabricadas en Inglaterra, pasaban anualmente a manos de mercaderes africanos. Según escribe el historiador británico Kenneth Morgan en su libro CUATRO SIGLOS DE ESCLAVITUD TRASATLÁNTICA (1917), la trata de esclavos entre los siglos XVI y XIX permitió que Inglaterra, Francia, Holanda y EEUU, se alzaran como primeras potencias mundiales. El tráfico de esclavos fue determinante en el desarrollo del capitalismo durante el siglo XVIII, el siglo de la ilustración, también llamado de las luces. No para los esclavos, claro.

La mayoría de los esclavos eran prisioneros de las interminables guerras entre tribus rivales, que los reyezuelos africanos vendían a los mercaderes o directamente a los traficantes; otros eran delincuentes y aun alguno solo había tenido la mala suerte de molestar al cacique de turno.

El trato que los negreros y colonos ingleses daban a sus esclavos era anglosajón, es decir, extremadamente inhumano. El calvario comenzaba con la captura y el traslado por los mercaderes hasta la costa, para venderlos a los traficantes. Se convertía en horror cuando el cirujano del barco negrero inglés seleccionaba a los esclavos que consideraba aptos para resistir la travesía transatlántica y los no elegidos eran asesinados inmediatamente. Y alcanzaba niveles inimaginables durante las travesías que duraban alrededor de dos meses en unas condiciones de transporte realmente atroces.

El jurista y escritor nigeriano Folarin Olawale Shyllon, en su obra BLACK SLAVES IN BRITAIN (1974) describe así las condiciones en las que los negreros ingleses obligaban a viajar a su mercancía humana: Encadenados de dos en dos, pierna derecha y pierna izquierda, mano derecha y mano izquierda, cada esclavo tenía menos espacio que un hombre en un ataúd… No es extraño que tantos enfermaran y murieran, eran tratados como animales y apenas se les daba espacio suficiente para respirar. Por su parte, el periodista y escritor estadounidense Joseph Cummins, en su libro GRANDES EPISODIOS DESCONOCIDOS DE LA HISTORIA (2010), describe así las condiciones de transporte en un barco negrero: Se les metía apretados como sardinas bajo las cubiertas, en espacios de sesenta centímetros de altura o poco más. La atmósfera, sofocante, era tan insalubre que se decía que, con el viento a favor, otros barcos podían oler el hedor de un barco negrero a un kilómetro de distancia. Los esclavos intentaban suicidarse siempre que podían, se decía que por eso los tiburones seguían a estos barcos. Los que fracasaban en su intento de suicidio eran azotados salvajemente.

Esquema que explica como acoplar los esclavos bajo cubierta, para encajar más de cuatrocientos en un espacio apto para menos de la mitad.

En el siglo XVIII, haciendo gala de un cinismo típicamente británico, el caballero James Penny, tratante de esclavos de Liverpool, declaró ante un tribunal: Los esclavos duermen en los barcos mejor que cualquier caballero en tierra firme. La ciudad de Liverpool rindió y sigue rindiendo homenaje a tan admirable ciudadano dándole su nombre la calle Penny Lane, que una canción de los Beatles hizo mundialmente famosa.

En cuanto al trato que recibían en las plantaciones, el explorador británico Mungo Park (1771-1806) escribió sobre sus compatriotas: A los pobres miserables los mantienen encadenados de dos en dos y así los hacen trabajar en las labores del campo, y lamento añadir que, además de tratarlos con crueldad, apenas les dan de comer.

Como cualquier otra mercancía, los cargamentos de esclavos se aseguraban en compañías especializadas. Durante el siglo XVII el precio medio de un esclavo rondaba las diecisiete libras y la empresa Lloyds, entre otras, abonaba diez libras por cada esclavo enfermo que hubiera sido necesario arrojar al mar para que no contagiase al resto de la carga. En el siglo XVIII, el precio que pagaban las aseguradoras había subido ya a treinta libras.

Durante las travesías, en cuanto aparecían síntomas de enfermedad o desnutrición, el esclavo era arrojado por la borda para cobrar el seguro, porque si moría en el barco “de muerte natural” la aseguradora no pagaba. Esto es lo que decía la Ley al respecto: El asegurador asume el riesgo de pérdida, captura y muerte de esclavos o cualquier otro accidente inevitable para ellos. Pero siempre se entiende que la muerte natural es una excepción. Se entiende por muerte natural, no solo cuando ocurre por enfermedad, también cuando el cautivo se destruye a sí mismo como a menudo sucede. Pero cuando los esclavos son matados o arrojados al mar para sofocar una insurrección, entonces las aseguradoras deben responder.

En todas las travesías se arrojaban esclavos enfermos por la borda, y las cohortes de tiburones que escoltaban a los barcos negreros les evitaban el mal trago de ahogarse. Además, eran muchos los que intentaban suicidarse en cuanto tenían oportunidad. Si lo lograban, sus cadáveres también eran pasto de los tiburones. Si no, eran terriblemente azotados para que sirvieran de escarmiento, pues el seguro tampoco cubría a los suicidas.

Según la ONU, la trata transatlántica de esclavos fue el sistema de violencia institucionalizada de mayor magnitud en la historia de la humanidad.

En 1807 se prohibió el comercio de esclavos en el territorio de Inglaterra. Se calcula que, para entonces, los negreros británicos habían esclavizado y vendido a unos tres millones de africanos, además de los que eran arrojados al mar en cada travesía cuyo número se desconoce, aunque se estima que el porcentaje debió de oscilar entre el quince y el treinta por ciento.

Como en el resto de territorios británicos la trata seguía siendo legal, el comercio continuó con idéntica pujanza y la prohibición de 1807 solo sirvió para aumentar el número de esclavos arrojados por la borda, pues los barcos de la Marina Real imponían una multa de cien libras por cada esclavo que encontraban a bordo de un barco.

Tal vez, el caso más escandaloso de asesinato masivo durante una travesía, fue el ocurrido a finales de noviembre de 1781. Luke Collingwood, capitán del barco negrero Zong de Liverpool, no tuvo reparos en ordenar que ciento cuarenta y dos esclavos fueran arrojados por la borda.

En realidad, Collingwood era médico, no marino. Anteriormente había sido cirujano del barco negrero William, y una de sus tareas había consistido en seleccionar a los esclavos que consideraba aptos para resistir la travesía transatlántica. Más de una vez había presenciado cómo los no elegidos eran muertos de inmediato. Matar esclavos arrojándolos al mar no debió de plantearle ningún problema de conciencia porque, además, era práctica habitual entre los negreros ingleses de la época.

Los armadores del barco, William Gregson y un grupo de empresarios de Liverpool, reclamaron a la compañía aseguradora cuatro mil libras por los ciento cuarenta y dos esclavos ahogados, pero ésta se negó a pagar alegando mal manejo de la carga por considerar que no había sido necesario deshacerse de ellos.

Los armadores pleitearon y en el primer juicio declararon que, debido a un error de navegación, el barco había dejado atrás la isla de Jamaica que era su destino, y no tenía reservas de agua potable suficientes para los diez o doce días más de navegación que les iba a suponer enmendar el error. Así pues, el capitán, con el consenso unánime de la tripulación, aplicó el principio de “echazón” (general average), según el cual un capitán podía arrojar al mar parte de la carga para salvar la restante. En consecuencia, ordenó comenzar a arrojar grupos de esclavos por la borda, empezando por los niños y las mujeres, hasta completar en días sucesivos los ciento cuarenta y dos asesinados.

Masacre del Zong: «echazón» de esclavos vivos por la borda del barco negrero.

A esas alturas de travesía, ya habían muerto por enfermedad más de sesenta esclavos y cuatro de los diecisiete tripulantes. El propio capitán Collingwood cayó enfermo y murió unos días antes del desembarco en Jamaica.

Los restantes esclavos, doscientos ocho de los cuatrocientos cuarenta y dos que habían embarcado en Acra (actual capital de Gana), llegaron en condiciones penosas y fueron vendidos a una media de treinta y seis libras cada uno. A los que no consiguieron vender, siguiendo la costumbre de los negreros ingleses, los dejaron encadenados en los muelles para que murieran de hambre y sed.

En ese primer juicio la sentencia fue favorable a los armadores, pero la aseguradora recurrió y ganó el segundo juicio, porque un nuevo testimonio desmintió la versión citada. El uno de diciembre, cuando “solamente” habían arrojado al mar cincuenta y cuatro mujeres y niños, llovió abundantemente durante todo ese día y los siguientes, y eso les permitió hacer tal acopio de agua dulce que llegaron a Jamaica con reservas sobradas. Sin embargo, ese mismo día y los siguientes continuaron arrojando esclavos por la borda. A causa de este testimonio, el juez lord Mansfield entendió que el capitán Collingwood se había librado de los esclavos más depauperados que no hubieran encontrado comprador, con la única finalidad de cobrar el seguro. Consideró probado el mal manejo de la carga y la improcedencia de aplicar el principio de “echazón”.

La difusión de los acontecimientos que motivaron este pleito, reactivó el movimiento abolicionista británico. Uno de sus más destacados representantes, Granville Sharp, solicitó que se celebrase un juicio por homicidio, pero el fiscal respondió: Es una locura, los negros eran de su propiedad. Y el viceministro de Justicia de la Corona Británica, John Lee, lo dejó aún más claro con estas palabras: Los negros son cosas como cualquier propiedad. Tirar un negro al mar es lo mismo que tirar un caballo.

Aunque Inglaterra acaparó la mitad del tráfico transatlántico de esclavos, no fue la única. Otras monarquías también participaron en el negocio, como Portugal, Francia, Holanda, Suecia, Dinamarca, Brandeburgo y, desde el momento mismo de su nacimiento como república, Estados Unidos. El modelo seguido fue semejante al inglés: la Corona creaba una compañía y la dotaba de una carta de privilegio que le permitía actuar en régimen de monopolio. Buenos ejemplos fueron la Casa de los Esclavos portuguesa, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales y la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la Compañía de las Indias creada por Luis XIII de Francia a través de su ministro el Cardenal Richelieu, la Compañía Danesa de las Indias Occidentales y Guinea, la Compañía del Sur creada por el rey Gustavo Adolfo de Suecia y, posteriormente, la Compañía de África, la Compañía Brandeburguesa de África, etc.

La Corona española jamás fundó una Compañía dedicada al tráfico de esclavos.

Los especialistas calculan que el número de africanos que cruzaron el Atlántico en calidad de esclavos debió ser de diez u once millones. Una cifra espeluznante, pero considerablemente inferior al número de africanos y europeos esclavizados por los musulmanes durante el mismo periodo. Con la diferencia de que en el islam nunca ha habido movimientos abolicionistas, ni pro derechos humanos ni nada por el estilo.

En todo caso, en un ejercicio de taumaturgia verdaderamente asombroso, la estafadora propaganda (pseudo)histórica anglosajona, ha conseguido intoxicar a la opinión pública con la falacia de que el veintinueve de noviembre de 1781, el día que Collingwood comenzó a masacrar seres humanos en su barco Zong, es: “El día que nacieron los derechos humanos”. ¿Qué, que no te lo crees? Busca en el Canal Historia o escribe la frasecita en un buscador y… ¡Verás qué risa, Basilisa!

Lo cierto es que los derechos humanos habían nacido en España casi tres siglos antes, el dieciséis de abril de 1495. A primeros de ese mes, había arribado al puerto de Cádiz una flotilla de cuatro barcos mandados por Antonio de Torres. En ellos, Colón enviaba una remesa de quinientos indios, prisioneros de guerra que, de acuerdo con las leyes de la época, tenía pleno derecho a vender como esclavos. Sin embargo, el dieciséis de abril de 1495, la reina Isabel siguiendo exclusivamente los dictados de su conciencia y antes de recibir respuesta a las consultas que había realizado a teólogos y juristas, ordenó a su secretario Pedro de Torres que reuniera a todos los indios y los repatriara a su tierra con sus familias, a costa de la Corona. Ese día, la reina Isabel inventó los derechos humanos. En palabras del alicantino Rafael Altamira y Crevea (1866-1951, catedrático, historiador, americanista, jurista y doctor honoris causa en ocho universidades europeas y americanas): Fecha memorable para el mundo entero, porque señala el primer reconocimiento del respeto debido a la dignidad y libertad de todos los hombres, por incultos y primitivos que sean; principio que hasta entonces no se había proclamado en ninguna legislación, y mucho menos se había practicado en ningún país.


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