Mediaba ya el último tercio del siglo XVIII, el llamado “siglo de las luces” que en España quedó en siglo de esporádicos destellos. Durante el benéfico reinado de Carlos III, una brisa de ilustración y modernidad intentaba colarse por las rendijas de este vetusto caserón que era la España del absolutismo y de la inquisición, pero el Antiguo Régimen era aquí un ventarrón que dispersaba cualquier soplo renovador procedente del norte. En este contexto sucedió una de esas anécdotas cuyo valor ejemplificador las elevan a la categoría de síntomas.
En la Francia enciclopedista e ilustrada, la moda masculina impuso que los calzones llevaran una única portañuela central (portañica decimos los de Málaga) en lugar de la tradicional portañuela doble con aberturas a izquierda y derecha, heredera directa de la medieval pieza de tela triangular que se ataba con un lazo, y cuya función original había sido la de guardar monedas.
En el siglo XIV, cuando los jóvenes dieron en escandalizar a sus mayores sustituyendo el perpunte tradicional por jaquetas o xaquetas cortas, y enfundando sus piernas en calzas ajustadas abiertas por el centro, ese triángulo de tela (pequeña braga o bragueta) sirvió para cubrir las masculinas partes pudendas que, de otro modo, hubieran quedado a la intemperie, y entonces sí que el escándalo hubiera sido de soponcio y jamacuco.
A comienzos del siglo XVI los lansquenetes, soldados tudescos de infantería al servicio del Emperador, pusieron de moda rellenar la bragueta con tela o serrín, conformando un paquete de tamaño directamente proporcional a la jactancia de cada cual. Por razones obvias, pasó a llamarse braguetón, e hizo fortuna en los usos indumentarios de la corte de Carlos I y de ahí pasó al resto de cortes europeas, faltaría más. Durante este siglo XVI la indumentaria
masculina parece diseñada para ejercer una fuerte atracción sexual: colores llamativos y de fuertes contrastes, piernas ceñidas en calzas ajustadas, jubones con rellenos que exageran la anchura de hombros y pecho… y abultados braguetones que simulan una gran erección permanente. A partir del siglo XIX, sin embargo, el varón europeo se enfunda en un atuendo oscuro y anodino que, básicamente, se mantiene doscientos años después. En contraste, mientras que los hombres exageraban sus atractivos sexuales, las mujeres disimulaban los propios por medio de trajes largos hasta el suelo, y unas fajas planas que cubrían de la cintura al pecho, cuya finalidad era ocultar las formas femeninas. Esto cambiará en el siglo de las luces, cuando las damas adopten la moda de potenciar el atractivo de sus pechos, luciendo unos escotes ostentosos.
Con el tiempo, la palabra bragueta pasará a designar la abertura anterior de los pantalones, cerrada por medio de botones o cremallera y cubierta por la tira de tela llamada portañuela. Ambas se acomodarán exclusivamente a facilitar la micción masculina en postura erecta.
Pero vayamos a la anécdota en cuestión. En las postrimerías del siglo XVIII, la llegada a España de los calzones con bragueta a la francesa, provocó una furibunda oposición por parte de la Iglesia que los calificó de inmorales y contrarios a las buenas costumbres. La polémica entre partidarios y detractores, convenientemente atizada por la prensa de la época, subió de tono y llegó a provocar la intervención de la Inquisición, que mandó exponer en las iglesias un edicto en el que se anunciaban castigos, tanto para los usuarios de tan desvergonzados calzones, como para los sastres que los confeccionaran. Desde la óptica actual resulta ridículo, pero en todas partes cocían habas: durante el siglo XIX, en Inglaterra la palabra pantalón era considerada una obscenidad y las personas bien educadas se guardaban de pronunciarla en público.
Llama la atención que, casi dos siglos y medio más tarde, lo único que nos diferencia de nuestros antepasados dieciochescos y decimonónicos es que ahora, disponemos de redes sociales para dotar de mayor expansión e inmediatez nuestras polémicas que, por lo demás, son tan necias como aquellas… o tan sintomáticas de lo que don Antonio Machado llamó, con tanto acierto como solía, la inagotable tontería del hombre.