Con la crisis económica, surgió en la cada día menos opulenta Unión Europea, una preocupación creciente por el continuo aumento del volumen de alimentos que se desechan injustificadamente. En consonancia con esta inquietud, EL DESPERDICIO DE ALIMENTOS fue, precisamente, el tema que propuso el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente con motivo del Día Mundial del Medio Ambiente en 2013. Y no es asunto baladí si atendemos a las cifras que decidieron al Parlamento Europeo, a requerir que cada Estado miembro elaborara en 2013 un plan para atajar este gravoso e insensato despilfarro.
Actualmente se generan en Europa 89 millones de toneladas de residuos alimentarios anuales, es decir 179 kilos de alimentos desechados por habitante y año. Entre el 30% y el 50% de estos alimentos están en perfectas condiciones para el consumo, pero van a parar a la basura. De seguir la actual tendencia, se calcula que en 2020 se habrá incrementado el volumen de residuos alimentarios en un 40%, alcanzando la nada desdeñable cifra de 126 millones de toneladas.
Simultáneamente, en la Unión Europea hay 79 millones de personas que viven por debajo del umbral de la pobreza y 16 millones que sobreviven gracias a la caridad.
Cumpliendo con su compromiso europeo, el Gobierno Español puso en marcha la Estrategia MÁS ALIMENTOS, MENOS DESPERDICIO, con la que pretende que, en 2025, el despilfarro de alimentos se haya reducido a la mitad.
España, con 7,7 millones de toneladas anuales, es el sexto país que más comida desperdicia de Europa, por detrás de Alemania (10,3 millones de toneladas); Holanda (9,4 millones de toneladas); Francia (9 millones de toneladas); Polonia (8,9 millones de toneladas) e Italia (8,8 millones de toneladas).
Cerca de la mitad del desperdicio se produce en los hogares: un 42%; del cual el 60% se podría evitar. En los procesos de fabricación se desaprovecha un 39%; en la restauración un 14% y el 5% restante en la distribución.
Las malas prácticas de la industria, la restauración y la distribución, pueden reorientarse por medio de una normativa adecuada. No así lo que ocurre en la intimidad de los domicilios familiares. Es pues de importancia capital que en los hogares, se tome conciencia de la responsabilidad personal que tenemos todos y cada uno de nosotros, para conseguir que el loable proyecto del Parlamento Europeo, secundado por los Gobiernos Nacionales, llegue a buen puerto. Y nos atrevemos a afirmar que no es difícil. Basta con que recuperemos las costumbres de nuestros abuelos, unos hábitos de conducta que han estado profundamente enraizados en nuestro acervo cultural, hasta prácticamente antes de ayer, cuando la cultura del pelotazo y el despilfarro institucional, nos llevó al erróneo convencimiento de que nos habíamos convertido en un país de peculio y opulencia.
Urge poner manos a la obra cuanto antes, y en consonancia con este objetivo, me permito proponer los dos propósitos que a continuación se describen.
En primer lugar, recopilar para nuestro uso y disfrute y conservar por escrito para las generaciones venideras, los procedimientos, recursos y estratagemas culinarias que, fruto de la tradición y del ingenio, emplean las familias españolas para reutilizar la comida sobrante. Así han evitado desde siempre el despilfarro, cosa muy conveniente desde el punto de vista medioambiental, y han contribuido al mejor sostenimiento de la economía familiar, cosa especialmente adecuada en una nación que está en permanente situación de crisis económica, excepcionalmente interrumpida por cortos periodos de bonanza y abundancia.
En segundo lugar, poner a disposición de todos, los saberes que posee cada uno por medio de las redes sociales, porque, como decía don Antonio Machado: “Lo que sabemos entre todos, eso es lo que no sabe nadie”.
En esta materia como en cualquier otra, la primera fuente de conocimiento tiene que ser la tradición recibida de nuestros antepasados, cuyas recetas y trucos se han transmitido de generación en generación hasta llegar a nosotros. Ellos, a lo largo de siglos de penurias y hambrunas recidivantes, demostraron un ingenio sobresaliente. Así, antes de la invención del frigorífico que, dicho sea de paso, no llegaría hasta finales de la decimonona centuria, desarrollaron para conservar los alimentos durante largos periodos de tiempo, recursos tan sugestivos y suculentos como el jamón, los quesos, los embutidos, las salazones, los ahumados, los tacos de la orza, los chorizos en manteca “colorá”, y un largo etc.
También, en lo concerniente al reaprovechamiento de sobras, nos han transmitido unos cuantos principios básicos, útiles en un amplio abanico de situaciones, que debemos tener bien presentes si queremos convertirnos en recicladores de provecho.
El primero de ellos es que el pan duro no se tira jamás. Ofrece tantas posibilidades culinarias, que tirarlo debería ser considerado una infracción perseguible de oficio por el ministerio fiscal. Con él se hacen las más diversas sopas, desde las de ajo o las de cebolla, pasando por la castellana y el carnerete, hasta la de pimientos y tomates. De hecho, en la cuenca del Mediterráneo, las sopas se inventaron como recurso para aprovechar el pan duro, y salvo alguna excepción, esa es la función que siguen cumpliendo. También resulta imprescindible para las cremas frías que constituyen las mejores delicias gastronómicas de nuestros veranos: los gazpachos andaluces, el salmorejo cordobés, la porra antequerana, el ajoblanco malagueño… hasta la pipirrana al estilo jaenero, lleva pan majado junto con los demás ingredientes de la vinagreta. Y qué decir de la comida estrella del otoño, esas migas con tropezones que degustamos en compañía de familiares y amigos en cuanto llegan las primeras lluvias; de los empanados, para los que simplemente hay que rallar y guardar el pan duro; de las torrijas, sin las cuales la Semana Santa no sabría a Semana Santa… Lo dicho, tirar el pan duro, debería estar castigado con una sanción administrativa como mínimo.
El segundo principio general es que lo que sobra de un guiso tampoco se tira; para aprovecharlo están los socorridos purés. Cualquier sobra de potaje o estofado, es susceptible de convertirse en puré y solucionarnos una comida o una cena. Si la cantidad es escasa, se puede alargar hirviendo y añadiéndole las mismas verduras que llevara el guisado original: patatas, pimientos, cebollas, ajos, tomates, etc. Después se tritura todo, se pasa por el colador chino, y tendremos una saludable y digestiva crema de verduras, con el añadido de sabor y de alimento que le aporta la legumbre. Pero si no nos queda bien, si la mezcla de sabores no resulta equilibrada o, simplemente, si queremos darle un punto más de gracia, la podemos rescatar con el siguiente artificio: en una sartén con un par de cucharadas de aceite, freímos ajos laminados. Cuando estén dorados, apagamos el fuego y dejamos enfriar unos segundos. Añadimos entonces una cucharadita rasa de pimentón, dulce o picante según gustos, y dos de curri. Inmediatamente, para que no se arrebaten, volcamos el contenido de la sartén sobre la crema, añadimos un chorreón de vinagre de Jerez y le damos un golpe de batidora. Cualquier crema de legumbres, patatas o verduras, mejora con este añadido que, además, nos aromatiza la cocina durante horas.
En tercer lugar, hemos de tener presente la acción redentora del queso gratinado. El empleo del queso como ingrediente, que está muy arraigado entre nuestros vecinos italianos y franceses, se va introduciendo cada vez más en los usos culinarios hispanos y es muy práctico para reciclar sobras. Cualquier resto de pollo, cerdo, ternera o pescado; ya sea en salsa, hervido o a la plancha; puede añadirse picado a un sofrito de verduras: ajo, cebolla, pimiento, zanahoria, etc. Con esta farsa podemos rellenar calabacines, patatas, berenjenas, cebollas o pimientos, previamente vaciados y cocinados (hervido, horno, microondas…). Luego se cubren con queso y se gratinan. El éxito está asegurado. Y si los acompañamos con la salsa de tomate que nos puede haber sobrado de otra comida, mejor que mejor.
Por supuesto, las tortillas constituyen un recurso excelente para reciclar sobras. En Málaga hacen una tortilla de boquerones fritos sobrados, que es una auténtica delicia. Con las hojas más verdes de la lechuga que no nos gustan para la ensalada, hervidas, escurridas y salteadas con ajos fritos, se arma una tortilla que, a mi gusto, supera a la de espinacas y a la de acelgas. El mismo procedimiento nos permite aprovechar las vainas de las habas o las mondaduras de pepino, cortadas en juliana, para hacer unas tortillas sabrosísimas. Con la parte verde de puerros y cebolletas que desechan la mayoría de las recetas, se hacen también unas tortillas deliciosas; mejores aún, si llevan ambos ingredientes juntos. Si sobran patatas fritas, se pueden usar como base para hacer tortilla paisana. Con pan duro remojado en leche, estrujado y espolvoreado de sal y pimienta, se hace una tortilla cuyo sabor y textura recuerda bastante a la de sesos… y así podríamos seguir hasta provocar en el lector sensación de empacho.
También conviene recordar que cualquier resto de pescado o de verduras, es susceptible de mejorar si la reelaboración incluye aceite frito con ajos y, en su caso, pimentón o guindilla.
Y no nos podemos dejar en el teclado a un clásico entre los clásicos: los bocadillos. Los de restos de pescado frito, desraspado y con un chorreón de aceite de oliva, son superiores. Especialmente buenos son los que, tras una buena espetada de sardinas en la playa, se preparan para merendar con las sardinas sobrantes, bien limpias de piel y espinas y con su preceptivo chorreón de aceite. Es el colofón perfecto para una jornada gastronómico-playera gloriosa.
EN CONTRA DE LOS DATOS EXPUESTOS
La caída de la renta ocasionada por la crisis económica – un 12% desde el 2007 – ha hecho que los hogares españoles hayan llegado a reducir el gasto en partidas que se consideraban intocables, como la alimentación.
El pasado quince de marzo de 2014, con motivo de la celebración del día mundial de los derechos del consumidor, la Confederación Española de Amas de Casa, Consumidores y Usuarios, CEACCU, publicó los resultados de un estudio sobre los cambios en los hábitos de compra y consumo de alimentos de los españoles.
Entre sus principales conclusiones, cabe destacar que el 61% de los consumidores reconoce haber modificado sus hábitos de compra para disminuir el gasto en alimentos, extremando el aprovechamiento de la comida (23%), usando los alimentos que han sobrepasado la fecha de caducidad “si no han pasado muchos días” (33%), comprando lo justo para evitar tirar alimentos (71%), comprando al peso (82%), buscando las ofertas (33%) y comprando en mercados de abastos y supermercados pequeños con preferencia a las grandes superficies (68%). En caso de quedar restos de la comida que se cocina, el 83% de los consumidores los reutiliza: un 50% los conserva para consumirlos otro día y un 33% prepara con ellos nuevos platos. La consecuencia es que, por término medio, cada español ha reducido su gasto en comida 0’50 € diarios, que puede parecer cosa baladí a primera vista, pero hablamos de 21’63 millones de € diarios o 7.894’95 millones de € al año. Seguro que a los empresarios del sector no les parece ninguna fruslería.
También analiza este estudio, cómo repercute el debate de los desperdicios alimentarios en los derechos a los consumidores.
En consonancia con los resultados de este estudio, la CEACCU no considera que el problema del volumen de desperdicios, que se dice que existen, responda a hábitos incorrectos de los consumidores. Es más probable, precisamente por el mencionado contexto económico, que se trate de un problema de excedentes de producción a los que tal vez se esté intentando buscar una salida.
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