Comunidades autónomas españolas

Hace unos días asistimos al penoso espectáculo de los Pujol sentados en el banquillo de los acusados y mañana celebramos el trigésimo quinto aniversario de la autonomía andaluza. Son circunstancias que inducen a reflexionar, siquiera sea someramente, sobre el Estado de las Autonomías.

Cuando se inició la transición yo cursaba la licenciatura en Ciencias Biológicas en la Universidad de Granada y, como todos los jóvenes de mi generación, asistí a las transformaciones que se producían en España con una ilusión muy próxima al entusiasmo desbordante. Éramos muchos los que estábamos convencidos de que, por fin, la política española iniciaba un camino sin retorno, por la senda de la honradez, el sentido común y la buena voluntad; y la organización del Estado Español en Autonomías, iba a jugar un papel transcendental en esos cambios. Hoy, la decepción es casi proporcional a aquella exaltación juvenil. ¿Por qué?

Vamos a pedir a la Justicia que nos preste un momento su bonita balanza griega. En un platillo ponemos las cosas positivas que nos ha traído la organización autonómica: mayor cercanía del administrador al administrado, mejor cuidado del patrimonio artístico e histórico de la región, puesta en valor de las manifestaciones culturales autóctonas… realmente las ventajas son muchas y variadas.

En el otro platillo ponemos las cosas negativas. Solo la primera, el dineral que nos cuestan a los pagadores de impuestos, ya vence la balanza netamente hacia su lado. Tal y como está organizado, el aparato administrativo autonómico nos sale tan caro que, sencillamente, no nos lo podemos permitir. No es que sea mejor ni peor, es que los gastos que genera superan ampliamente a los ingresos.

Como es natural, no podemos dejar de añadir al platillo de lo negativo, esos entes institucionales de propaganda partidista, costeados con dinero público: las televisiones autonómicas. Otro gasto inmenso que cae sobre la faltriquera de los ciudadanos con más rapacidad que el buitre sobre la carroña.

Ya el platillo de las cosas malas ha caído a la máxima profundidad que le permite la longitud de las cadenas que lo sustentan, pero no podemos dejar de añadir el peor de los lastres generados por las autonomías: la corrupción. Los gobiernos autonómicos se han convertido en fábricas de corruptos que roban, malversan y expolian las arcas públicas, unos menos, otros más y otros más todavía. Obviamente no podemos dejar de añadir la corrupción a la balanza, y de hecho nos disponemos a hacerlo, cuando la Justicia, que se ha levantado un poco la venda de los ojos y ha visto nuestra maniobra, nos arrebata bruscamente su balanza, temerosa de que se la rompamos con tanto peso.

¡Lástima! Al final nos quedamos sin saber cuál de los dos platillos pesa más.


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