
La primavera llena los campos de flores que, no lo olvidemos, son los órganos sexuales de las plantas fanerógamas.
1 – ¿Por qué la primavera la sangre altera?
Ciertamente la primavera es la época en la que las hormonas, que viajan por sangre, estimulan en los mamíferos el impulso de aparearse iniciando la época de celo. Pero para comprender el mecanismo por el que se altera la sangre durante la primavera, previamente son necesarias unas leves pinceladas de Fisiología.
De todos es sabido que el cerebro es el centro superior de control y coordinación de la vida consciente o voluntaria. Lo que no es tan conocido es que también tenemos una vida inconsciente o vegetativa, cuyo centro superior de control y coordinación es doble, lo que la ciencia política llamaría un duunvirato o diarquía: el hipotálamo, una estructura nerviosa, y la hipófisis, el más importante órgano endocrino. Ambos están íntimamente relacionados y ejercen sobre la vida vegetativa una regulación perfectamente coordinada que, coherentemente, se llama control neuroendocrino.
Un caso paradigmático de control neuroendocrino es el estro o celo, el periodo en el que las hembras de los mamíferos ovulan y son sexualmente receptivas a los machos. En muchos casos está ligado a la llegada de la primavera y, más concretamente, al aumento de horas diarias de luz. La temperatura ambiental es un factor muy variable, y puede ocurrir que la entrada de la primavera coincida con un tiempo atmosférico propio del invierno. En cambio, la relación entre la duración de la luz y de la oscuridad a lo largo de los días, es un factor muy regular que se repite año tras año cíclicamente. Por eso, es este el principal factor que ha seleccionado la evolución para regular la época de celo. El mecanismo es elegantísimo y, aunque hay un surtido de modalidades, casi todas están relacionadas con el discurrir de las estaciones. Los ojos mandan información nerviosa hasta el lóbulo occipital del cerebro a través del nervio óptico. De este nervio parte una rama que llega al hipotálamo que, de este modo, recibe información sobre la duración del día y de la noche. Cuando las horas de luz diurna alcanzan cierto límite, el hipotálamo se estimula y manda impulsos nerviosos a la hipófisis, la cual elabora y vierte a sangre las hormonas que provocarán el celo y estimularán el deseo sexual. Cuando los días se acortan, cesa el estímulo hipotalámico y termina el celo. No obstante, la casuística es amplia. Por ejemplo, hay especies en las que ocurre justamente lo contrario y es el acortamiento de los días el que desencadena el celo. Es el caso de los ciervos, cuya berrea tiene lugar al iniciarse el otoño.
2 – Los Homo sapiens, unos primates diferentes
Los humanos, en cambio, no funcionamos así. Somos una especie de mamíferos en la que el estro es permanente e independiente de los factores externos, y en la que el deseo sexual está también permanentemente activo. A pesar de ello, en primavera este deseo aumenta. Se trata de una reminiscencia heredada de nuestros antepasados filogenéticos que, como las muelas del juicio, no aporta ninguna ventaja a la supervivencia de la especie aunque tampoco la perjudica.
El motivo de un funcionamiento tan excepcional en el comportamiento sexual, radica en la particular estrategia de supervivencia de nuestra especie, también excepcional. Consiste en el progresivo desarrollo del cerebro y, a fin de educarlo, en alargar extraordinariamente el periodo de aprendizaje de la progenie. La contrapartida es que nuestros retoños permanecen desvalidos e incapaces de sobrevivir por sí mismos durante un tiempo inusitadamente largo en comparación con los cachorros de cualesquiera otros mamíferos.
Sacar adelante una cría humana es tarea tan ardua y prolongada, que requiere la colaboración y los cuidados de ambos progenitores. Y durante muchos años. Pero la fidelidad conyugal no es conducta propia de los mamíferos, ni tan siquiera de los primates, nuestros parientes más próximos en el reino animal. En consecuencia, mantener unida a la pareja durante todo el tiempo necesario, planteó un serio reto evolutivo de cuya compleja solución dependió, y sigue dependiendo, la supervivencia de nuestra especie.
3 – Sexualidad, erotismo y amor: estrategias de supervivencia
La respuesta evolutiva para establecer unos vínculos tan extraordinariamente fuertes entre ambos progenitores, operó en diversos ámbitos superponiendo varios mecanismos, como sucede con todos aquellos aspectos anatómicos, fisiológicos o de conducta, cuya preservación resulta vital para la supervivencia de los individuos o de las especies.
En primer lugar, una infancia tan prolongada crea una profunda relación personal entre el niño y sus padres que no tiene parangón en ningún otro grupo de mamíferos. Pero con la madurez llega la independencia, y la pérdida de este nexo familiar produce un vacío afectivo que predispone a la creación de un nuevo vínculo que lo sustituya, y que sea tan poderoso como el anterior. Surge a tal fin, algo que no tiene paralelo en ningún otro grupo de seres vivos: el enamoramiento. Pero no basta con que la pareja humana se enamore, el amor debe durar toda la vida o, al menos, tanto como el largo proceso de crianza de los hijos. Y la estrategia evolutiva para conseguirlo consistió en exacerbar la sexualidad. Así pues, somos animales inteligentes, con un intelecto cultivado en un largo proceso de aprendizaje, gracias a que nos convertimos en los seres vivos con la actividad sexual más asidua, compleja, intensa, placentera y prolongada que ha conocido la historia de la vida en la Tierra.
En nuestra especie, el deseo sexual está permanentemente activado en ambos sexos. La receptividad de las hembras abarca todo el ciclo menstrual y continúa durante el embarazo, no se limita solamente al tiempo de la ovulación como en los otros mamíferos. Solo se interrumpe durante un breve periodo de tiempo antes y después del parto. Continúa incluso después de la menopausia, al tiempo que el deseo sexual del macho se mantiene hasta edades avanzadas, aun cuando la capacidad de mantener la erección se vaya reduciendo considerablemente con el paso de los años. Esta inmensa profusión de cópulas improductivas, evidentemente no está dirigida a la procreación sino a reforzar la unión entre la pareja por medio del goce sexual compartido. Y contribuye grandemente a intensificar ese goce, que nuestros antepasados perdieran el pelo corporal convirtiendo toda la piel en fuente de estimulación táctil, que desarrollaran unas manos extraordinariamente hábiles y sensibles, y que, por medio de la acumulación de terminaciones nerviosas, ciertas zonas del cuerpo como las yemas de los dedos, los labios, los lóbulos de las orejas, las axilas, los pezones, los senos y los órganos genitales, multiplicaran su sensibilidad.
A esto hay que sumar un importante despliegue de señales visuales estimulantes tales como el engrosamiento y rojez de los labios o la ostensible evidencia de los caracteres sexuales secundarios que caracteriza el paso de la pubertad a la madurez sexual, cuyo acusado dimorfismo no tiene parangón en ningún otro grupo de primates. Estos reclamos son especialmente importantes en una especie cuyo sentido más desarrollado es la vista. Evidentemente, operan sobre todos los individuos del otro sexo y podría pensarse que favorecen más la promiscuidad que la monogamia. De hecho, puede que así fuera si no existiese ese asombroso artificio que es el enamoramiento, el amor romántico. Cada cual se enamora de una sola persona y todos los estímulos eróticos y todas las gratificaciones sexuales que pueda compartir con su pareja, contribuyen a reforzar el lazo que mantiene su unión. Incluso en las sociedades que admiten la poligamia, aunque el polígamo puede satisfacer su deseo sexual con varias hembras (poliandria), solo se enamora de una de ellas, la favorita.

La evolución nos ha programado para el amor romántico. Es una estrategia de supervivencia de la especie.
4 – Pero ¿qué es el amor?
¿Cómo nos enamoramos? ¿Por qué nos enamoramos? Y ¿por qué lo hacemos de una persona concreta de nuestro entorno y no de cualquiera de las otras que reúnen similares requisitos de edad, disponibilidad y apostura? Estas preguntas han desafiado el caletre de filósofos y pensadores en todas las culturas desde la noche de los tiempos. Así lo recogen la fraseología y el refranero. El refrán español El amor y el dinero no tienen escondite, tiene un antecedente histórico muy lejano en la frase del comediógrafo griego Antífanes (388-311 a.C.): Hay dos cosas que el hombre no puede ocultar: que está borracho y que está enamorado. El filósofo Spinoza (1632-1677) dice que El amor es una alegría acompañada de una causa exterior. Soren Kirkegaard (1813-1855) no debía tener el amor en demasiada estima cuando escribió que: Todos los amantes son igualmente ridículos. El refrán que dice El amor es ciego hasta que el matrimonio le devuelve la vista, tiene su paráfrasis en la conocida definición de Ortega y Gasset: El enamoramiento es un estado de imbecilidad transitoria. Menos mal que don Antonio Machado le dio un enfoque poético: Dicen que el hombre no es hombre mientras no oye su nombre de labios de una mujer.
A la vista de todo lo cual, aunque podríamos seguir citando frases y autores, será mejor acudir a la ciencia si queremos encontrar respuestas que nos aclaren el meollo de las preguntas planteadas.
Con frecuencia, basta un cruce de miradas, un roce o una breve conversación, para que surja una atracción irrefrenable. La bioquímica del amor ha empezado a actuar y ya no hay modo de pararla.
Esta es, básicamente, la sintomatología de esa dolencia llamada amor romántico: 1- La presencia del ser amado provoca una intensa respuesta fisiológica. 2- Hay un ardiente deseo de intimidad y unión física. 3- El ser amado es idealizado. 4- Vivo deseo de reciprocidad. 5- Temor al rechazo. 6- Pérdida de la capacidad de concentración. 7- El ser amado monopoliza la atención y ocupa el pensamiento, hasta el punto de interferir con el normal desarrollo de la actividad diaria. Parafraseando al gran Lope: Esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Ahora bien, ¿por qué nos enamoramos de una persona en concreto? Pues, al parecer, porque a lo largo de la infancia, hasta los ocho años, vamos construyendo de manera inconsciente un modelo que determinará que, en el futuro, nos enamoremos de una persona y no de otra. Dice el sexólogo John Money que cada niño desarrolla su modelo basándose en sus experiencias y en las relaciones con las personas de su entorno familiar y social. Según esta hipótesis, antes de encontrar el verdadero amor, cada cual tiene ya configurado un molde en el que habrán de encajar los rasgos esenciales de la persona elegida. Lo más probable es enamorarse de alguien con similares valores, aficiones, inteligencia, nivel social, y con ciertas cualidades físicas. Además, para que surja el enamoramiento debe de cumplirse otra condición: es imprescindible querer que suceda.
Cuando encontramos a la persona adecuada, nuestro organismo entra en simpaticotonía o activación general del sistema nervioso simpático que es el encargado de gestionar las situaciones de tensión. Sus efectos son instantáneos: -El corazón se acelera. / -Aumenta la presión arterial sistólica. / -Se liberan a sangre azúcares y grasas por si la musculatura necesitara un suplemento de combustible. / -Se generan más glóbulos rojos para incrementar el transporte de oxígeno y de anhídrido carbónico. / -Se dilatan las pupilas. / -Se produce sudoración, piloerección (piel de gallina), sequedad de boca… En definitiva, todo el organismo se prepara para rendir al cien por cien ante una situación potencialmente peligrosa, y la reacción es la misma ya se trate de un susto, un golpe de frío, un examen, una agresión física, un combate inminente, una huida… o la proximidad de la persona que nos enamora.
El enamoramiento provoca una cascada de reacciones emocionales, en parte nerviosas y en parte hormonales, responsables de que la pasión amorosa descontrole nuestra vida. Comienza con una fuerte atracción, primero física y después personal, que estimula la corteza cerebral y, posteriormente, el sistema neuroendocrino. Veamos cómo lo hace.
5 – La respuesta está en la Bioquímica
En la década de los ochenta del pasado siglo, los doctores Klein y Liebowitz del Instituto Psiquiátrico de Nueva York, propusieron que el amor es un proceso bioquímico que se inicia cuando el cerebro produce feniletilamina en grandes cantidades. Esta molécula, análoga a las anfetaminas, es precursora de la dopamina que, según la doctora Helen Fisher, es la principal responsable del amor romántico. Al inundarse el cerebro de feniletilamina, éste responde mediante la secreción de dopamina que es un neurotransmisor asociado con las sensaciones de placer y gozo, y con los sentimientos de euforia, motivación y curiosidad. También se sintetiza en la médula de las cápsulas suprarrenales que la vierten a sangre, actuando en este caso como una hormona que refuerza los efectos nerviosos del neurotransmisor.
La respuesta neuroendocrina incluye también la disminución de los niveles de serotonina, hormona que favorece el humor estable, reprime la ira y atenúa el deseo sexual; el aumento de adrenalina y noradrenalina, las neurohormonas de la simpaticotonía; de vasopresina que es antidiurética y vasoconstrictora; y de oxitocina que, además de estimular las contracciones uterinas durante el parto y de hacer subir la leche, es un mensajero químico del deseo sexual y propicia el orgasmo.
En los enamorados, se activa la parte del encéfalo evolutivamente más antigua y primitiva que incluye las estructuras nerviosas reguladoras de las actividades más básicas y necesarias para la supervivencia, como comer, beber, copular, las conductas violentas, la territorialidad o la necesidad de cobijo y protección. Ahí es donde el amor romántico toma asiento y se convierte en una necesidad equiparable a comer o beber. Es casi imposible evitarlo. Este es el territorio de las reacciones primarias, de las atracciones y repulsiones básicas, el territorio donde anidan el miedo, el orgullo, los celos… y el enamoramiento. El territorio donde la razón no es bien recibida. Por eso el enamoramiento se vive de una forma instintiva y atolondrada. Y también obsesiva, porque estimula la actividad de las neuronas dopaminérgicas del cerebro medio. Estas neuronas constituyen el ATV (área tegmental ventral) que gestiona el sistema de recompensas mediado por descargas de dopamina. Precisamente, las drogas que producen adicción actúan estimulando la secreción de dopamina en las neuronas del ATV. Helen Fisher demostró la conexión entre una actividad elevada del ATV y los estados emocionales provocados por una intensa sensación de amor. Esto explica que en la literatura, de forma reiterada, el amor se haya comparado con una droga, y que en los inicios del enamoramiento, el amante esté obsesionado con la persona amada.
La fase de atracción no dura para siempre. Con el tiempo el organismo se va haciendo resistente a estos efectos y la vorágine de la pasión se desvanece gradualmente en un año o dos. Comienza entonces una segunda fase en la que, aunque la pasión siga teniendo un papel trascendental, van ganando importancia otros aspectos como el conocimiento real del otro que sustituye a la imagen idealizada, el reparto de papeles y funciones, la solución negociada de los primeros conflictos y la consolidación del compromiso de lealtad y confianza. El ardor y la pasión de la dopamina y las catecolaminas, van cediendo espacio a la satisfacción y el bienestar de las endorfinas y las encefalinas. El frenesí aprende a compartir espacios con el sosiego.
La fase de compañerismo llega cuando la pasión es mayoritariamente sustituida por el apego. Al disminuir la frecuencia de las relaciones sexuales, bajan los niveles de oxitocina, propiciando un amor más sereno en el que adquieren mayor significación sentimientos como el compañerismo, la empatía, el afecto o la tolerancia, y ganan importancia sensaciones como la costumbre, la convivencia agradable, el cuidado mutuo, los intereses compartidos… aunque, por supuesto, siempre está ahí el sexo, ese lazo de unión con el que nos obsequió la evolución para dar estabilidad a la pareja progenitora, que nos acompaña hasta la vejez. En esta fase, las moléculas protagonistas son las endorfinas y las encefalinas, que son análogas a los opiáceos como la morfina y nos proporcionan sensaciones de bienestar, de seguridad, de comodidad y de paz, altamente gratificantes.
En todo caso y sea cual sea la fase en la que se encuentre el amor, perder al ser querido es una tragedia que produce un hondo sufrimiento. Las causas son múltiples y se perciben como espirituales y elevadas, pero no es la menos importante que el enamorado deja de recibir su dosis diaria de narcóticos… dicho sea sin ánimo de parecer cínico.
En estas fases ulteriores, si los amantes no son capaces de potenciar los aspectos gratificantes de la convivencia y los mecanismos socioculturales que crean complicidades en la pareja; si al atenuarse la pasión fomentan la añoranza del enamoramiento inicial y cultivan sentimientos de insatisfacción, de frustración y de fracaso, estarán emprendiendo un camino que conduce al olvido o, en caso de culparse mutuamente, al rencor, al odio y, en situaciones extremas, al crimen.
6 – La tragedia del amor no correspondido
Mención aparte merece el caso del enamorado desdeñado. Ante el rechazo, la obsesión se agudiza porque la adversidad dispara la producción de dopamina que es la hormona encargada de impulsar la consecución de un objetivo. Craso error bioquímico porque la dopamina, potenciada por la noradrenalina, hace que el amante despechado, en vez de olvidar a la persona amada y seguir con su vida, la ame más intensa y obsesivamente que antes. Ese amor que, cuando es correspondido constituye una adicción maravillosa, cuando es rechazado se convierte en un doloroso anhelo insatisfecho que provoca un sufrimiento tan intenso como el síndrome de abstinencia.
Según explica la doctora Helen Fisher, si alguien rechaza tu proposición de mantener relaciones sexuales, no te obsesionas, ni entras en una depresión, ni te suicidas, ni cometes homicidio, cosas que sí ocurren o pueden ocurrir, cuando rechazan tu proposición de amor romántico, lo que demuestra que, en nuestra especie, el enamoramiento es un impulso infinitamente más fuerte que el deseo sexual.