En efecto, toda esta pejiguera catalana de acaparadores narcisistas con un afán enfermizo de protagonismo, no es más que una cuestión de racismo. Solapado, enmascarado, amañado, subrepticio, pero racismo al fin.
A estas alturas de siglo XXI, es ya cosa archisabida que el de raza es un concepto social y no científico. Todos los humanos actuales descendemos de los dos mil individuos escasos que lograron sortear la extinción hace menos de cien mil años. En términos evolutivos, nuestra especie es tan joven y sus patrones migratorios han sido tan continuos y extendidos, que solo algunos de nuestros aspectos más superficiales han tenido tiempo de diferenciarse. Genéticamente, como demostró el Proyecto Genoma Humano, los rasgos físicos externos en los que se basa la clasificación de los humanos en razas diferentes, solo corresponden al 0’01% de nuestros genes; un porcentaje tan escaso que la variabilidad genética que presentan los genotipos de toda la humanidad es menor de la que encontramos en un solo clan familiar de chimpancés.
Sin embargo, el racismo sigue bien presente en las sociedades humanas aunque, tras el desprestigio sufrido después de la Segunda Guerra Mundial cuando salieron a la luz los horrores del Holocausto, el concepto se oculta tras los sutiles artificios que provee la perversa maleabilidad del lenguaje políticamente correcto.
En la década de los noventa, la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) se preguntó cómo percibimos los ciudadanos la raza a la que creemos pertenecer. Para investigar la respuesta, recabó la opinión de los más cualificados expertos en todo el mundo y la conclusión fue que tendemos a identificar raza con idioma. Como norma general y de forma no consciente, consideramos de nuestra misma raza a los que hablan nuestra misma lengua, siempre que no haya diferencias físicas sobresalientes.
Y ahí está el quid de la cuestión, los catalanes se sienten unidos por la lengua que certifica su pertenencia a una raza superior merecedora de privilegios y prebendas por encima de los demás. Aunque, claro está, esto no se explicita jamás en voz alta. En su lugar han inventado un concepto sustitutorio más abstracto que llaman el hecho diferencial catalán, y que justifican con una amplia panoplia de argumentos tan manipulados, demagogos y falsos, que causan rubor en cualquier persona cabal.
En primer lugar está la lengua catalana que es el buque insignia de su presunto hecho diferencial. Ese lenguaje que ellos se empeñan en llamar idioma, es, en realidad, un dialecto de la lengua que se comenzó a hablar en Occitania, la tierra de Oc de los crucigramas, allá por la Alta Edad Media. Pero eso no se lo digas a un catalán porque se enrabieta.
Tienen también un baile popular propio y exclusivo cuyo origen se remonta a la Grecia clásica… según ellos. En realidad, la sardana fue creada a mediados del siglo XIX por un andaluz de Jaén, don José María Ventura Casas, nacido en Alcalá la Real el dos de febrero de 1817. Esta creación se enmarca en la forja de una “tradición inventada” que, durante el siglo XIX y especialmente en su segunda mitad, auspició y financió la acomodada burguesía catalana que se beneficiaba de la Revolución Industrial, y cuyo florecimiento económico propició el movimiento cultural llamado Renaixença. Contó con representantes de todas las ramas de la cultura: historiadores, poetas, literatos, músicos… y tuvo la finalidad de inventar nuevos mitos y tradiciones que constituyeran las señas de identidad de una nueva Cataluña acomodada a la ideología soberanista de los cresos burgueses catalanes. Pero no le recuerdes nada de esto a un catalán porque se disgusta.
En tercer lugar tienen su propio héroe independentista, Rafael Casanova, un señor que ni fue héroe ni pensó jamás en la independencia de Cataluña. De hecho, por lo que luchó fue porque la corona española recayera sobre la cabeza de un Habsburgo. Pero eso no se lo menciones a un catalán porque se ofende.
Por supuesto, también tienen una gastronomía catalana y solo catalana ¿vale? Su estandarte es el pa tumaca, el plato popular que representa la quintaesencia del seny catalán, el crisol de las virtudes comestibles de la “raza” catalana o, como dice don Manuel Vázquez Montalbán: un prodigio de koiné cultural que materializa el encuentro entre la cultura del trigo europea, la del tomate americana, el aceite de oliva mediterráneo y la sal, esa sal de la tierra que consagró la cultura cristiana. Pues bien, esta preparación culinaria que no es más que una rebanada de pan con tomate restregado, aceite y sal, la llevaron a Barcelona los trabajadores murcianos del metro que, en los para ellos infelices años veinte del pasado siglo, emigraron a la Ciudad Condal buscando un salario miserable en la construcción del Ferrocarril Metropolitano. Con ellos, llevaban de su tierra el gusto por las tostadas con aceite, tomate y sal, pero en las difíciles condiciones en las que se veían obligados a prepararse el almuerzo, tuvieron que sustituir el pan tostado por el pan duro que les daban para comer, y el tomate rallado por tomate estrujado con la mano directamente sobre la rebanada. A los barceloneses les gustó la idea, la copiaron y se atribuyeron la paternidad del invento. ¡Toma ya hecho diferencial! Esto, claro está, no se lo relates a un catalán durante el almuerzo por si se le trastorna el reflejo deglutorio y se atraganta.
Y qué decir del legendario genio comercial catalán, ese inigualable espíritu emprendedor de su gremio industrial que consiste en que, secularmente, los sucesivos gobiernos de España han practicado con esa región una parcialidad descarada, un favoritismo insultante, un proteccionismo feroz, un amparo arbitrario… y les han aportado los clientes, el resto de españoles de uno y otro lado del océano, a golpe de arancel. Pero esto no se lo expliques a un catalán porque se incomoda.
Tampoco podemos olvidar la cosa cultural. Ellos son, según ellos mismos opinan, los ciudadanos más cultos de España. Y, en efecto, no hay más que ver la maña que se dan para inventar tradiciones vernáculas y para manipular ideológicamente a los niños con ellas, desde el jardín de infancia.
Con todos estos artificios entretejidos con una prolija colección de invenciones como la del reino de Cataluña o la oriundez catalana de Colón, sumados a una buena dosis de altanería y otro tanto de vanidad, petulancia y engreimiento, llevan cuarenta años chantajeando a los sucesivos gobiernos de España y obteniendo privilegios y beneficios superiores a los de las demás regiones. Y a todo esto, los ingenuos del buenismo predicando el miramiento y la concesión para que los catalanes no se vayan a molestar, porque ellos condescienden a ser nuestros compatriotas a pesar de tener hecho diferencial y nosotros no, y porque si se les lleva la contraria pueden querer la independencia. ¡JA! ¡Toma ya “diálogo” y concesiones!
Yo tengo para mí que lo que subyace en lo profundo del ser catalán y, muy especialmente, barcelonés, es un intenso complejo de raza superior que los vuelve intransigentes y violentos. Como ya escribí en otro artículo: “…la causa del terrorismo callejero barcelonés se atribuye al separatismo, o la crisis económica, o el anticapitalismo, o el odio a lo español cultivado desde hace décadas por las autoridades catalanas, o… Pero el caso es que uno no consigue disipar la sospecha de que tales causas, no son sino una búsqueda de excusas que justifiquen lo injustificable, el odio, la ferocidad y el terror por los que, al parecer, los ciudadanos barceloneses sienten una inclinación tan pronunciada que su ausencia prolongada les provoca síndrome de abstinencia. Probablemente, no es casualidad que el himno que han elegido para su región, rememore el terrible episodio de la masacre provocada por los segadores el Corpus de Sangre de 1640: …¡Buen golpe de hoz! / Buen golpe de hoz, ¡defensores de la tierra! / ¡Buen golpe de hoz! / ¡Ahora es hora, segadores! / ¡Ahora es hora de estar alerta! / Para cuando venga otro junio / ¡afilemos bien las herramientas! / ¡Buen golpe de hoz!…”.