Reconstrucción del virus de la gripe de 1918

En el siglo XIX, Europa todavía era la cazuela en la que se cocinaban todos los guisos. Literatura, teatro, cine, música, pintura, deporte, investigación, industria, ingeniería, arquitectura… todo se cocía en el Viejo Continente. Pero en llegando el siglo XX, los europeos dieron en dedicar lo mejor de su ingenio a destruirse concienzudamente por medio de dos guerras desgarradoras. Varias generaciones fueron masacradas casi por completo, y los cadáveres que la minuciosa demolición amontonó por millones en los campos de batalla, dejaron espacios vacíos en todos los ámbitos del saber y del hacer. Espacios que los estadounidenses, aprovechando la ocasión, se apresuraron a ocupar… y hasta hoy.

Por cierto, que la muñidora del estallido de la Primera Guerra Mundial fue Gran Bretaña con su perversa diplomacia. ¡Cómo no! Naturalmente, siguiendo su costumbre, los no menos perversos historiadores ingleses se han encargado de manipular la historia para convencernos de que ellos fueron los buenos mientras que los malos fueron otros. Y, aunque cueste creerlo, en ese caso no encontraron la manera de echarnos la culpa a los españoles. Al menos de la guerra, porque sí se las ingeniaron para llamar española a una epidemia de gripe que se originó… ¡en Kansas! Sí, sí, hasta ese punto llega su pericia en la práctica de la difamación. Los arteros hijos de la pérfida Albión engañaron al mundo una vez más, llamando española a una epidemia de gripe que llegó a Europa desde ese bonito estado situado en el centro de los Estados Unidos de América, a más de siete mil kilómetros de España.

Pero mejor vayamos por orden y no adelantemos acontecimientos. En 1871 surgió en Europa una nueva nación, Alemania, que rápidamente se convirtió en una potencia emergente con gran pujanza política, económica y militar. Tanta, que el Imperio británico, viendo peligrar su hegemonía, acechaba la oportunidad de cortarle las alas. Por entonces, el Imperio otomano se estaba desmoronando y el Reino Unido quería sacar tajada de los despojos, dejando fuera del reparto a Austria y a Alemania. A tal fin se alió con Rusia, que estaba en dura competencia con el Imperio austro-húngaro por el dominio de los Balcanes, y con Francia, que anhelaba vengarse de Prusia y recuperar de paso Alsacia y Lorena. Así las cosas, el asesinato de Sarajevo fue una excusa tan buena como cualquier otra para organizar una bonita guerra en la que los tres aliados se las prometían muy felices. Pero, a pesar de su superioridad teórica, los alemanes resultaron un hueso duro de roer, y el asunto se les fue de las manos hasta el punto de que hubiesen sido derrotados si los primos norteamericanos no les hubieran mandado un millón y cuarto de soldados para combatir por ellos.

Pero volviendo a nuestro argumento, en el siglo XIX también la ciencia se hacía en Europa. Especialmente en Reino Unido, Francia y parte de Centroeuropa. Y los prebostes europeos de la cosa científica, infatuados por el rápido avance de los descubrimientos biológicos, decidieron establecer nada menos que un dogma científico. Se conoce que se creyeron los sumos sacerdotes de una nueva religión o algo así. El tal dogma establecía que todas las enfermedades estaban causadas por alguno de los microorganismos conocidos entonces: bacterias, hongos o protozoos. Desde luego, había enfermedades cuyo agente causante se desconocía porque no se podía aislar e identificar con el microscopio, pero ellos lo atribuían a fallos en las técnicas de laboratorio, no a que su dogma fuese erróneo. ¡Faltaría más!

Curiosamente, aunque aún ni siquiera se sospechaba la existencia de los virus, sí se usaban vacunas que prevenían precisamente enfermedades víricas, lo cual suponía una forma empírica de conocimiento de estos patógenos cuya existencia negaba el dogma de marras. La primera fue la vacuna antivariólica con la que Edward Jenner creó el método de vacunación en 1796. Casi un siglo después, en 1885, Pasteur desarrolló la vacuna antirrábica que inmuniza contra la rabia, otra enfermedad causada por virus.

Fue un biólogo ruso, Dimitri Iosifovich Ivanovski, el que demostró la falsedad del dogma antedicho. Investigando el “mosaico del tabaco”, una enfermedad llamada así por el aspecto que adquieren las hojas de las plantas de tabaco enfermas, Ivanovski comprobó que se trataba de una enfermedad infecciosa que se transmitía de unas plantas a otras. Machacando hojas enfermas y filtrando el machacado, el líquido obtenido seguía conservando capacidad infectante a pesar de que el microscopio no revelaba la presencia de microbio alguno.

Lo realmente sorprendente fue que, utilizando un filtro de porcelana, el filtrado seguía siendo infeccioso. La porcelana tiene unos poros de entre dos y cuatro décimas de micra, y ninguno de los microorganismos entonces conocidos puede pasar a través de ellos. Ivanovski concluyó que la enfermedad estaba causada por un agente infeccioso desconocido, tan pequeño que no podía verse con el microscopio y que atravesaba el filtro de porcelana.

Cuando el científico ruso publicó el resultado de su investigación en 1892, los científicos de Europa occidental que se intitulaban “la comunidad científica”, rechazaron sus conclusiones alegando que eran consecuencia de una técnica de laboratorio defectuosa. Dicho en castizo, que el ruso era un manazas descuidado y poco riguroso que contaminaba las muestras de filtrado. Sostenella y no enmendalla antes que reconocer la falsedad de su dogma.

A la izquierda Dimitri I. Ivanovski y a la derecha Martinus W. Beijerinck

Hasta 1898 no se le ocurrió a otro investigador tomarse en serio el descubrimiento del ruso Dimitri. Fue el botánico holandés Martinus W. Beijerinck quien repitió la experiencia y obtuvo el mismo resultado, rindiéndose a la evidencia de que Ivanovski tenía razón. Al enigmático y pequeñísimo agente patógeno lo llamó veneno filtrable. Por aquellos entonces, el latín todavía gozaba de predicamento en los medios científicos, y como en latín veneno es virus, con virus se quedó.

En 1935, el bioquímico estadounidense Wendell Meredith Stanley logró cristalizar el virus del mosaico del tabaco demostrando que está compuesto exclusivamente por ácido ribonucleico (ARN) rodeado por una envoltura de proteínas.

Hasta que no se desarrolló el microscopio electrónico en la década de los cuarenta, no se pudieron visualizar los virus, pero mucho antes, coincidiendo con la Primera Guerra Mundial, la humanidad había sufrido la pandemia más devastadora de la que se tiene constancia histórica, y se debió a un virus de la gripe que se bautizó como A/H1N1. Con cuánta razón dice el refrán que las desgracias nunca vienen solas.

La palabra gripe con la que se designa la enfermedad en España, Portugal, Francia o Alemania, viene del francés grippe, que la tomó del alemán grûpe, y significa “acurrucarse” o “temblar de frío”, síntomas ambos que manifiesta el enfermo. En cambio, en italiano se llama influenza, palabra que significa influencia, porque en la época medieval los italianos pensaban que la enfermedad estaba producida por una mala influencia de los astros. Influenza se llama también en los países angloparlantes, aunque por mor de esa afición tan suya a recortar las palabras, la han reducido a flu.

La gran gripe o gripe de 1918, se extendió rápidamente por todo el mundo, infectando a un tercio de la población mundial y matando entre el diez y el veinte por ciento de los infectados. A diferencia de otras epidemias de gripe que afectan principalmente a niños y ancianos, ésta mataba por igual a jóvenes y adultos totalmente sanos, especialmente entre los veinte y los cuarenta años de edad. Aunque hipótesis no faltan, aún no se sabe por qué. Se calcula que en un solo año provocó entre cincuenta y cien millones de muertos. Redondeando las cifras, en España causó unas doscientas mil víctimas, en Inglaterra doscientas cincuenta mil, en Francia cuatrocientas mil, en Italia otras tantas, en EEUU seiscientas cincuenta mil, en Australia ochenta mil, en La India quince millones, en China treinta millones… No hubo rincón del planeta al que no llegara el virus. Los infectados solían morir en menos de cinco días. A veces, el mismo día o al siguiente de haber contraído la infección. En Alaska, en el poblado inuit de Fairbanks, en una semana murieron setenta y ocho de sus ochenta habitantes.

En 1920, la epidemia desapareció tal y como había llegado.

Entonces no había, y sigue sin haber, medicamentos eficaces contra los virus. Los que sobrevivieron a la infección, lo hicieron porque tenían un sistema inmunológico capaz de reaccionar eficazmente contra ese virus de la gripe. Los descendientes de aquellos supervivientes heredaron su eficacia inmunológica frente al virus. Por eso, aunque hoy sabemos que A/H1N1 continuó circulando por todo el mundo como un virus estacional durante los treinta y ocho años siguientes, la gripe que causaba era ya una enfermedad benigna.

Los primeros casos de la gran gripe se registraron en marzo de 1918 en un establecimiento militar de Kansas (EEUU). Unos soldados acuartelados en el Campamento Funston, en Fort Riley, presentaron síntomas de una gripe muy virulenta que los mató en pocos días.

Unos meses antes, en 1917, EEUU había entrado en la Primera Guerra Mundial, y los transportes de tropas motivados por la guerra favorecieron la rápida difusión del virus. Buena parte de las tropas estadounidenses entraba en Europa por el puerto de Brest, en el noroeste de Francia. Con ellos llegó la infección y produjo la primera muerte europea en Brest, el veintidós de agosto de 1918. Después, los virus se extendieron por toda Europa con gran rapidez.

Hoy sabemos que el virus causante de la pandemia se formó a partir de una mutación del virus de la gripe aviar, que originó una cepa nueva muy virulenta, capaz de infectar tanto a los humanos como a los animales, perros y gatos incluidos.

A España, la gripe llegó desde Francia en mayo de 1918 y se extendió rápidamente causando los mismos estragos que en el resto de Europa.

Por motivo de la guerra, en los países enfrascados en aniquilar a sus jóvenes y destruir de paso el legado cultural de Occidente, la censura militar prohibió cualquier noticia relacionada con la gripe. Bastante desmoralizada estaba ya la tropa, y bastante desmoralizaban a la población las noticias que llegaban del frente por mucho que también las falsearan.

En cambio, en los países neutrales, España entre ellos, la prensa no estaba censurada y, desde el primer momento, publicó puntual y detalladamente todo lo que se sabía sobre la pandemia que asolaba Europa causando más muertos que la propia guerra. El veintidós de mayo de 1918, el titular de portada del diario ABC estaba dedicado a la mortífera gripe. Fue el primer medio de comunicación mundial que informó sobre la pandemia. Por el contrario, la censura en los países beligerantes fue tan férrea que el veintinueve de junio de 1918, el inspector general de Sanidad, don Martín Salazar, afirmaba en la Real Academia de Medicina de Madrid: No tengo constancia de que existan casos de una enfermedad similar en otros lugares de Europa.

Los médicos militares franceses, cuando hablaban entre ellos de la gripe, la denominaban enigmáticamente “la enfermedad once” (la maladie onze), y los médicos alemanes la llamaban “pseudogripe”. Los diarios españoles llamaban a la gripe “la enfermedad de moda” o “el soldado de Nápoles” que es como la habían bautizado los madrileños, en alusión a la canción más pegadiza de la zarzuela LA CANCIÓN DEL OLVIDO que triunfaba en Madrid por entonces.

Fue un inglés, avieso y maligno como todos ellos, el corresponsal en Madrid del diario londinense The Times, el que, en sus crónicas, se refería a la enfermedad como “gripe española”. Y a pesar de que en Senegal la llamaban gripe brasileña, en Brasil gripe alemana, en Dinamarca gripe del sur, en Polonia enfermedad bolchevique, en Persia gripe británica y en Japón gripe del sumo porque el primer caso se dio en un campeonato de ese deporte; gripe española fue la denominación que se extendió a partir del verano de 1918 y que las naciones vencedoras de la Gran Guerra terminaron por imponer al resto del mundo.

Diversos carteles, todos ellos en inglés, en los que se denomina «española» a la gran gripe de 1918

De esa forma, los ingleses lograron colgarnos un sambenito más en la urdimbre de calumnias, difamaciones y falacias con las que tejieron la Leyenda Negra, y tan inicuo e ilusorio como todos los demás, pues la puñetera gripe ni se originó en España, ni el primer caso europeo ocurrió en nuestro país, ni aquí fue especialmente virulenta, ni España fue el país con más víctimas. ¿Por qué, entonces, la llamaron gripe española? Es cosa archisabida que los herejes anglicanos, a imitación del rey que inventó su herética religión, son expertos en hacer todo el mal que pueden y aún más expertos en difuminar y camuflar su responsabilidad en el mal causado. De hecho, su rey Enrique se hizo Sumo Pontífice de su propia iglesia, para poder asesinar a las mujeres de las que se aburría, con total impunidad. Y también es cosa archisabida que el principal objeto de la inquina difamatoria de esa nación de expertos en tirar la piedra y esconder la mano, es la católica España que siempre los venció en el terreno militar, y a la que siempre vencieron en las mesas de negociación y en el terreno de la difamación. En este caso, atribuyeron la artera y malintencionada denominación al hecho de que la información que se conocía en Europa sobre la gripe procedía de España y esa circunstancia terminó por darle nombre. Y todo el mundo dio por buena la explicación, incluidos los españoles. A nadie se le ha ocurrido objetar que, por idéntico motivo, la gripe podía haber llevado el nombre de cualesquiera otra de las naciones europeas neutrales cuyas prensas no estaban censuradas: gripe suiza, gripe noruega, gripe sueca, gripe danesa o gripe holandesa. Así somos los españoles para bien y para mal.

La gran gripe originó una psicosis de miedo equivalente a la que actualmente está originando el coronavirus COVID-19, pero aquella plenamente justificada y ésta artificiosamente fomentada por los medios de comunicación. Todo el mundo dio en usar mascarillas de gasa, completamente inútiles contra el virus. En Nueva York entró en vigor una normativa que castigaba severamente a los que tosieran sin cubrirse la boca. Incluso se dieron casos de enfermos que murieron de hambre porque nadie quería acercarse a ellos para darles de comer, por miedo al contagio.

En España, el diario El Noticiero del miércoles trece de noviembre de 1918, recogió la noticia de que en la mina La Culebrina de La Carolina (Jaén), se estaban produciendo fallecimientos por gripe entre los mineros. En palabras del periodista, que debía ser un graciosillo de la época: …pero gripe auténtica, clase legítima, de toda confianza, de la que no falla, la que se garantiza por su gran pureza, y el que lo dude que vaya a la referida mina en la seguridad de que el viaje de regreso lo hará completamente gratis en un volquete de la empresa que lo conducirá hasta con escolta al cementerio de esta ciudad. También recogió la prensa una anécdota que ejemplifica la psicosis de miedo que atenazaba a la sociedad española de la época. Personado el párroco, don Antonio Martínez, en el domicilio de un minero fallecido a causa de la gripe, encontró que ninguno de los compañeros y amigos del finado, reunidos en la puerta de la casa, se atrevía a entrar para sacar el féretro al umbral donde era costumbre que el sacerdote rezara el responso. Todos aquellos hombres duros, fornidos, curtidos en un trabajo infernal y acostumbrados a enfrentar diariamente los peligros de la mina, estaban paralizados por el miedo al contagio. Fueron el propio sacerdote y el sochantre don Mateo Linares los que, tras encomendarse a la misericordia divina, entraron en la humilde vivienda, colocaron el cadáver en el ataúd, lo cerraron y lo transportaron hasta el coche fúnebre.

Siempre hay buena gente, héroes los llaman algunos, que está cuando se la necesita para redimirnos de nuestras miserias.


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