
Si hay un asunto que suscite interés e inquietud generalizados, es sin duda el de la educación de nuestros hijos. Desde que, ya en democracia, se inició el baile de leyes educativas con la LOECE, dos años después de aprobada la Constitución de 1978, prácticamente no ha habido curso académico en el que no se hayan producido cambios, reformas o modificaciones, para desconcierto y confusión de padres, alumnos y profesores, es decir, de todo el mundo. Ahora el Gobierno amenaza con una nueva Ley, otra más, la novena desde 1970 y la octava elaborada en democracia: la LGE, 1970 (Franco); la LOECE, 1980 (UCD); la LODE, 1985 (PSOE); la LOGSE, 1990 (PSOE); la LOPEG, 1995 (PSOE); la LOCE, 2002 (PP, nunca llegó a aplicarse); la LOE, 2006 (PSOE); la LOMCE, 2013 (PP); y ahora la LOMLOE, (PSOE).
¿Será buena como afirman sus defensores? ¿Será mala como perjuran sus detractores? ¿Tendrá sus cosas buenas y sus cosas malas como prefieren pensar los amigos de la equidistancia? ¿Servirá para mejorar el paupérrimo nivel del alumnado español en general y andaluz en particular o, por el contrario, se cumplirán los aciagos vaticinios de sus contrarios, apenas entre en vigor? La verdad es que entre tantas declaraciones propagandísticas de los unos y de los otros, entre tanta demagogia de comentaristas y tertulianos mercenarios, entre tanta faramalla electoralista de consignas políticas y sociales, al ciudadano de a pie le resultaría conveniente y práctico disponer de un principio básico que oriente sus criterios e ilumine sus juicios. Uno que procure la necesaria perspectiva para evitar que los árboles impidan ver el bosque. Uno, en fin, que sea el fiel de la balanza a la hora de sopesar lo positivo y lo negativo en materia educativa. Y para obtenerlo, no conozco mejor procedimiento que empezar por los inicios y, ya puestos, por el comienzo de los inicios. Así pues, retrocedamos hasta la noche de los tiempos de nuestros orígenes.
Durante millones de años, en las selvas africanas vivieron decenas de especies de primates disfrutando de su particular paraíso arbóreo. El abigarrado bosque tropical les proporcionaba alimento, cobijo y protección contra los depredadores que abundaban a ras de suelo. Pero un acontecimiento geológico de gran envergadura iba a cambiar drásticamente sus condiciones de vida, primero en el este del continente y, después, también en el norte. Una orogenia que rompería África, formaría nuevas cordilleras y originaría el inmenso Rift, cuyo recorrido está hoy tachonada por grandes lagos. Como es de suponer, todo esto no sucedió en una tarde; ni tan siquiera en los siete días bíblicos. De hecho, este inmenso trajín telúrico que esculpió la geografía actual del continente africano, se prolongó entre los quince y los ocho millones de años atrás.
Las consecuencias para nuestros remotísimos antepasados y sus parientes, fueron dramáticas. Las nuevas cordilleras cortaban el paso a los vientos oceánicos cargados de humedad y, a sotavento de las mismas, las lluvias se fueron haciendo cada vez más escasas, la selva se transformó en sabana, que es la versión africana de nuestra dehesa y, sin árboles en los que vivir, la mayoría de las especies de simios se fueron extinguiendo hasta desaparecer. No todas. Según consta en el registro fósil, al menos un par de ellas, lograron adaptarse mal que bien a sobrevivir en el suelo. Fueron los primeros prehomínidos de marcha bípeda que aparecieron en África hace diez millones de años. De una de esas especies, aún no sabemos de cual, procedemos los humanos actuales tras algo más de quinientas mil generaciones de evolución.
Andando el tiempo, hace unos seis millones de años, una población de aquella especie desconocida originaría los primeros homínidos que, como buenos oportunistas, lograron sobrevivir devorando cualquier cosa comestible que encontraban a su paso: brotes, raíces, insectos, huevos, lagartijas y, sobre todo, restos putrefactos de presas abandonados por los depredadores.
Durante muchos miles de generaciones nuestros antepasados fueron humildes carroñeros, pero poquito a poco, sin prisa pero sin pausa, iba aumentando la habilidad de sus manos y el desarrollo de su cerebro, al tiempo que mejoraba su capacidad de bipedestación. Así, hace tres millones de años, aparecieron sobre la faz de la Tierra los Homo habilis, los hombres hábiles que, gracias a la feliz combinación de esas facultades, fueron los primeros de nuestros ancestros capaces de fabricar sus propias herramientas. Ya no se trataba de utilizar objetos encontrados en el medio como si fueran herramientas, no. Eso lo hacían los Australopithecus desde un millón de años antes –incluso aplicándoles una rudimentaria manufactura– y lo siguen haciendo varias especies de primates actuales. Los hombres hábiles fabricaban utensilios de piedra diseñados para tareas específicas, y destinados a finalidades concretas. Esto supuso una revolución de tal magnitud, que ya nada volvería a ser como antes. Los carroñeros-omnívoros-oportunistas habían iniciado el camino que los llevaría a convertirse en los más pavorosos depredadores que han poblado la Tierra.
Entre las trascendentales consecuencias que tuvo esta conmoción, no fue la menor que por primera vez en la historia del planeta, unos seres vivos tuvieron la necesidad de transmitir a sus descendientes saberes, principios, habilidades y técnicas; y de hacerlo además de un modo organizado y sistemático. Para ello, hubieron de desarrollar pioneros aunque rudimentarios procesos de enseñanza-aprendizaje. Había nacido el primer sistema educativo de la historia del género Homo, es decir, de nuestra historia. Con toda probabilidad, fueron los más viejos del clan familiar los encargados de adiestrar e instruir a los niños. Ya no estaban en plenitud de facultades para practicar la caza o la recolección, pero a lo largo de su vida, habían acumulado un valiosísimo tesoro de conocimientos y destrezas imprescindibles para la supervivencia del clan. Rizando el rizo de la alegoría, podríamos conjeturar que tal vez fuera ese el metafórico árbol de la ciencia del bien y del mal del que habla el Antiguo Testamento; un árbol que, en tal caso, habría sido genealógico, y también gerontológico.
Una primera consecuencia nada desdeñable, fue la mayor complejidad de la urdimbre social y el consiguiente afianzamiento de la interdependencia y cohesión entre los miembros del clan. Esta superior calidad y eficiencia del grupo, se convirtió en una de las principales características distintivas de los Homo que les permitiría sobrevivir en todo tipo de ambientes, a pesar de que, individualmente, eran seres indefensos y desvalidos en unos medios hostiles para los que no presentaban características adaptativas favorables.
Después de los hombres hábiles, vendrían los exploradores (Homo ergaster), los cazadores (Homo erectus), los hombres de Atapuerca, primeros colonizadores de Europa (Homo antecessor), los poderosos neandertales (Homo neanderthalensis) y, por fin, hace alrededor de trescientos mil años, en el norte de África aparecieron nuestros antepasados directos, los hombres sabios (Homo sapiens). Todos fueron especies del género Homo, pero cada vez con mayor capacidad craneal, mejores marchadores bípedos, mejores artesanos, con una estructura social más sofisticada, y con un sistema de enseñanza más complejo y prolongado, sustentado en otra habilidad trascendental de los Homo, el lenguaje. Aunque sobre el origen de esta crucial adquisición hay pocos datos y demasiadas hipótesis, se supone que los primeros en hablar fueron los Homo sapiens antes de su salida de África hace sesenta mil años.
El devenir humano no fue fácil. Hace cien mil años, el total de hombres sabios era de unos diez mil individuos. Hace setenta mil años, habían quedado reducidos a dos mil. Nuestra especie estuvo literalmente al borde de la extinción. De esos pocos supervivientes descendemos todos los humanos actuales. Ese es el motivo de que la variabilidad genética en toda la humanidad, es menor de la que encontramos en una comunidad de chimpancés. Tomen nota racistas, nacionalistas y demás entusiastas del integrismo étnico.
A lo largo de este extenso y apasionante proceso evolutivo, fue aumentando la necesidad de transmitir conocimientos. Al mismo tiempo se fue alargando el periodo de aprendizaje necesario para que las crías adquiriesen los saberes que les permitieran sobrevivir e integrarse en el grupo, ocupando eficazmente su nicho social. Un proceso de aprendizaje cada vez más contrario a las predisposiciones instintivas de los jóvenes homínidos, cuya infancia se fue tornando progresivamente más fastidiosa e infeliz.
La evolución social fue infinitamente más rápida que la evolución biológica, con la consecuencia de que, prácticamente todo lo que satisface las tendencias naturales de nuestros retoños: correr, saltar, gritar, pelear, trepar a los árboles, perseguir animales, idear travesuras… en definitiva, todo lo que los adiestraba por medio del juego y la diversión para ser adultos competentes en un clan de homínidos primitivos, quedó relegado primero y excluido después, de los sucesivos sistemas educativos. Por ello, ya en los remotos tiempos de Homo habilis, debió adquirir carta de naturaleza el método de premiar la obediencia, el esfuerzo, la voluntad, el interés o el tesón, y de castigar la rebeldía, el desinterés, la desidia, la insolencia o la negligencia. Era la forma de encauzar los naturales ímpetus infantiles y de estimular, cuando no imponer, un aprendizaje que iba resultando más duro y tedioso a medida que se incrementaban el volumen y la complejidad de los conocimientos que tenían que asimilar niños y adolescentes para poder competir con unas mínimas garantías de éxito cuando alcanzasen la edad adulta. Volviendo a rizar el rizo de la alegoría, podríamos conjeturar que tal vez en eso consistiera la bíblica expulsión del Paraíso Terrenal.
Mal que bien, con sus luces y sus sombras, con sus aciertos y sus excesos, el método de premiar y castigar ha venido funcionando a lo largo de la historia de la humanidad en todas las latitudes y en todas las culturas, y ha dado unos resultados extraordinarios. Pensemos que, desde que aparecieron los primeros homínidos hasta que aprendieron a dominar el fuego, transcurrieron nada menos que cinco millones y medio de años. En cambio, desde que los hombres sabios descubrieron la agricultura hasta que se dieron un paseo por la Luna, transcurrieron apenas diez mil años.
Aceptando que buen discípulo es el que se adapta al sistema y malo el que no lo hace, sin más consideraciones ideológicas, emocionales ni valorativas; el procedimiento de premiar al bueno y castigar al malo gozó de general respeto y estimación desde el paleolítico, a pesar de la injusticia de incluir en la categoría de los malos discípulos a todos aquellos que, estando más y mejor dotados para la acción, se vieron forzados, a su pesar, a seguir la senda de la erudición. Sin embargo, allá por los años noventa del pasado siglo, nuestras autoridades educativas decidieron darle la vuelta al sistema como a un calcetín. Desde la LOGSE en adelante, en nuestra enseñanza se gratifica al alumno malo y se ignora, cuando no se menosprecia, al bueno.
Presumo que este radical cambio de criterio, es una consecuencia más de la corriente ideológica que tuvo su arranque en la decimonona centuria y que, como reacción a la clasista, anquilosada e injusta sociedad de la época, se situó sin ambages a favor del transgresor, eximiéndolo de toda responsabilidad personal y responsabilizando de su conducta a la sociedad. Pero “la sociedad” es un ente tan etéreo como ambiguo, por lo que fueron los sucesivos gobiernos proclives a esta ideología los que se encargaron de ir plasmando en la legislación su forma de ver las cosas. En el ámbito educativo, la consecuencia última fue el parto de la LOGSE y sus cinco Leyes perinatales. Seis si la LOMLOE termina entrando en vigor.
Para resumir o, más bien, esquematizar esta revolución de las ideas, he elegido tres frases que, a mi parecer, son lo suficientemente significativas. La primera sintetiza el principio rector de la educación según los padres de la Constitución de 1812, La Pepa: La igualdad no consiste en que todos tengamos iguales goces y distinciones, sino en que todos podamos aspirar a ellos. Las otras dos son de sendas españolas admirables y, aunque referidas al ámbito penal, su extrapolación dibuja con mucha elocuencia, la trayectoria de esta corriente de pensamiento que dio en cifrar el ideal de progreso en un igualitarismo a ultranza. Doña Concepción Arenal Ponte, medio siglo después que los constitucionalistas gaditanos, escribió su frase más famosa: Odia al delito y compadece al delincuente. Un siglo después, doña Victoria Kent Siano, la reeditó en versión corregida y aumentada: Odia al delito y redime al delincuente. Se aprecia claramente la deriva hacia la esquizoide concepción del delito como un ente autónomo, independiente de quien lo comete.
Sea o no acertado el análisis que antecede, el hecho es que, actualmente, el sistema asume al ciento por ciento la responsabilidad de que haya alumnos malos en todas sus variantes y modalidades, y pretende redimir su supuesta culpa dedicándoles lo mejor de sus recursos. Al mismo tiempo ignora o incluso desdeña a los alumnos normales y corrientes, esos que constituyen la inmensa mayoría, que ven como sus esfuerzos no cosechan ningún tipo de recompensa que los distinga de los malos en forma de notas, becas o títulos. Al final, todos igualados.
Esta es la esencia del virulento enfrentamiento entre dos formas contrapuestas de concebir la estructura y la finalidad del sistema educativo, que puede resumirse en la siguiente dualidad: Igualdad de oportunidades y selección por mérito y capacidad / Igualdad total sin selección de ningún tipo. Por fin hemos llegado al meollo de la cuestión. Al principio fundamental del que hablábamos al inicio de este artículo. Ese que puede iluminar nuestros criterios a la hora de enjuiciar cualquiera de los aspectos concretos que se debatan. Basta con que nos respondamos a esta pregunta para saber cuál es nuestro lado: ¿Prefiero un sistema basado en la igualdad de oportunidades y cuyo funcionamiento se inspire en premiar al bueno y castigar al malo, o un sistema que procure la igualdad a ultranza y cuyo funcionamiento se base en gratificar al malo e ignorar al bueno?
Hay argumentos de sobra a favor y en contra de ambas posturas, desde los más sencillos a los más alambicados; tantos como para terminar por aburrir al más devoto y paciente seguidor de las tertulias radiofónicas y de los debates televisivos. Por eso me permito recordar lo que dice Tomas Mann en su deliciosa novelita LA MUERTE EN VENECIA: Nos empeñamos en buscar elevadas razones con las que justificar nuestros gustos en materia de arte, música o literatura, pero en el fondo, lo que mueve nuestro ánimo es ese inefable sentimiento que llamamos simpatía. Así pues, si hacemos caso al profundo intelectual alemán, no hay que calentarse la cabeza demasiado; basta con decidir qué respuesta nos resulta más simpática, y automáticamente, tendremos claro el criterio respecto a todo lo demás: el nivel de exigencia académica para conceder becas, el número de asignaturas suspensas con las que se debe repetir curso o con las que se puede obtener título, la conveniencia o no de las reválidas, el rescate o la abolición del respeto, de las buenas formas, de la autoridad, de la jerarquía, etc.
Pero antes de permitir que nuestra inclinación afectiva espontánea –simpatía, según el DRAE– se decante por una de las dos concepciones, quizás convenga recordar las palabras de Platón: El más importante y principal negocio público es la buena educación de la juventud. Y quizás convenga recordar también que nuestros alumnos están entre los que obtienen peores resultados en los sucesivos informes PISA, que la renta per cápita de los andaluces está muy por debajo de la media española, que uno de cada cuatro parados españoles es andaluz, que de cada cien jóvenes andaluces, cincuenta y dos están en paro… ¿De verdad que estamos atendiendo correctamente a la buena educación de la juventud? Algo debemos estar haciendo mal con nuestros muchachos, para que resulten tan poco competitivos intelectual y laboralmente.
Este artículo es la versión corregida y actualizada del que publiqué en REVISTA DE LA CAROLINA en octubre del 2013 con motivo de la LOMCE. Lamentablemente, salvo algún que otro dato concreto, sigue teniendo plena vigencia lo que escribí entonces.
Hay artículos, que provocan el deseo de elogiarlos, pero cuando empezamos a hacerlo caemos en la cuenta que el mejor elogio es difundirlo. Este es uno de ellos; consecuentemente, callo y difundo, don Fernando.
Muchas gracias, Miguel. Que el Señor te lo pague.