¿Qué decís ahora los defensores de las contemplaciones, de las concesiones y de las bajadas de pantalones? ¿Qué decís ahora los que proclamabais la condescendencia, los miramientos y el diálogo –mucho diálogo– como única vía política eficaz? ¿Cómo os justificáis ahora los que pusisteis el grito en el cielo ante la perspectiva de que el Tribunal Constitucional fuera dotado de medios para hacer cumplir sus sentencias?
Al fin y a la postre ¿de qué ha servido el dedicarles en los informativos más tiempo que al fútbol? ¿De qué, el financiarles con nuestros impuestos sus embajadas de la señorita Pepis? ¿De qué, la chabacanería de entreverar nuestro discurso con palabras tomadas de ese dialecto de la lengua occitana que algunos elevan a la categoría de idioma? ¿De qué, la ramplonería de quitarle la última vocal a la mitad de los términos relacionados con la política autonómica?
¿Acaso ha conseguido apaciguarlos el absurdo despilfarro que supone la traducción simultánea en el senado? ¿Acaso los ha hecho desistir de su propósito, que las sentencias del Tribunal Constitucional hayan surtido sus retretes de papel higiénico durante años? ¿Acaso se han aplacado con que les ofrezcamos el sacrificio de los pobres niños castellanohablantes, que son presionados, coaccionados, intimidados y despreciados en sus centros “educativos”?
Al final, ese insobornable juez que es el tiempo, acaba dando la razón a quien la tiene, que no siempre resulta ser el que más grita, descalifica e insulta.