Desde que nuestros antepasados prehomínidos se transformaron en humanos, es decir, desde siempre, los hombres hemos sentido la necesidad de someter a prueba nuestro valor. De resolver la gran duda: ¿seré capaz de dominar el miedo y afrontar el peligro o echaré a correr presa del pánico? Especialmente en el paso de la adolescencia a la juventud, todo humano se siente impelido a demostrarse a sí mismo y a su grupo social que es un miembro merecedor de confianza; que, llegado el caso, no va a recular.
Pero no es solo una cuestión personal. No se trata únicamente de que el futuro adulto apuntale su autoconfianza. En sociedades tribales formadas por unos pocos clanes familiares, la supervivencia de todo el grupo dependía del arrojo de los más jóvenes y vigorosos tanto como de la experiencia de los mayores. Era esta una cuestión tan vital, que se desarrollaron rituales para que los jóvenes probaran su valentía y demostraran ser merecedores de la consideración de adultos con el consecuente ascenso en el escalafón social.
En España, correr delante de los toros bravos no es más que una reminiscencia de aquellos rituales primitivos. Porque, si en algunas tribus africanas, estos ritos estaban relacionados con la caza del león, en ciertas tribus amerindias con la capacidad de soportar dolor y en la antigua Esparta con la resistencia a un brutal entrenamiento militar, en numerosos lugares de la cuenca mediterránea, estuvieron relacionados con el toro. No en vano el sur de Europa fue el hábitat natural de los antiguos uros, los antepasados de los actuales toros bravos, que encontraron su más idóneo acomodo en la Península Ibérica. Y ¿qué mejor modo de proclamar la propia bizarría que dominar a un animal que simboliza la fuerza y la bravura?
Incluso el nombre de nuestro continente está relacionado con el toro. Europa, el personaje mitológico, fue una agraciada joven de la que Zeus se prendó. Adoptando la forma de toro blanco, la raptó, se la llevó a Creta, la poseyó y, de esa coyunda, nació Minos, el legendario rey cretense origen de la Cultura Minoica en la que el toro desempeñó un papel totémico. También en la Biblia encontramos referencias a holocaustos de toros bravos y en Roma los usaron en sus espectáculos circenses.
Con el paso de los siglos todo fue cambiando, creencias, valores, usos y costumbres. Las sociedades se fueron haciendo cada vez más complejas, los papeles sociales fueron objeto de especialización y consecuente profesionalización, y los viejos ritos se transformaron o desaparecieron. Aunque no todos, algunos quedaron camuflados en las tradiciones populares bajo la forma de festejos y celebraciones. Es lo que ocurrió en la península ibérica con los rituales taurinos.
Ya los íberos sacrificaban toros en actos públicos, en unos ejercicios en los que, para vencer la fortaleza y la acometividad del animal, era más importante la destreza del ejecutante que su fuerza física. Con la romanización llegó la afición por el circo que impulsó la dimensión de espectáculo de estos actos, en detrimento de su carácter religioso. Tras la invasión, en la parte musulmana de la península ibérica se erradicaron los espectáculos taurinos. No así en la Hispania cristiana donde, durante todo el medievo, se siguieron practicando aunque transformados en deporte de la nobleza. El señor feudal a lomos de su caballo, se enfrentaba al toro armado solo con una larga caña, demostrando su valor y su destreza en el manejo del caballo. Se llamaba suerte de cañas, y fue el antecedente histórico del rejoneo, así como la caña fue la antecesora de la actual garrocha. Es mera casualidad pero parece cosa de predestinación que, el considerado padre del rejoneo moderno, se apellidara precisamente Cañero. Don Antonio Cañero Baena, cordobés y oficial del Cuerpo de Caballería.
Las corridas de toros al estilo actual, surgieron en el siglo XVIII, cuando la nobleza dejó de practicar la suerte de cañas en consideración a que el rey Felipe V de Borbón, recién llegado de Versalles, lo consideraba un espectáculo bárbaro. El pueblo recogió el testigo y comenzó a torear a pie en las mismas plazas que habían abandonado los caballeros. Fue el primer desplante con el que los españoles le dejaban claro a un Borbón que no estaban dispuestos a cambiar sus costumbres y aficiones por otras llegadas del extranjero. Más adelante vendría lo del motín de Esquilache, pero esa es otra historia.
En 1700, al tiempo que comenzaba a reinar en España Felipe V, nacía en Málaga don Francisco Romero y Acevedo, futuro iniciador del toreo moderno.
Durante el primer tercio del siglo, los “varilargueros”, mayorales y garrocheros de las ganaderías, sustituyeron a los caballeros en los festejos taurinos, pero durante la tercera década, el toreo a pie se ganó el favor del público imponiéndose de forma incuestionable.
En un principio, la lidia a pie carecía de normas y se convertía fácilmente en un tumulto que una patrulla de soldados debía despejar sin contemplaciones, para que pudieran intervenir los toreros, realizando cada uno la suerte que mejor sabía. Era un despliegue de arrojo y osadía en el que el arte aún no se atisbaba por parte alguna.
Esta situación empezó a cambiar con el primer Romero de la dinastía rondeña. Francisco Romero y Acevedo, ejercía la peligrosa profesión de auxiliar de los Caballeros Maestrantes de Ronda. Su trabajo consistía en hacer el quite a sus señores valiéndose de su velocidad y de una prenda de ropa o un trozo de lienzo con el que atraía la atención del morlaco sobre sí, cuando el caballero toreador se veía en un trance apurado. Francisco concibió una nueva forma de torear, a pie y sin necesidad de caballeros ni caballos. Ataviado con una indumentaria original diseñada por él mismo, esperaba al toro inmóvil, cara a cara. Usaba para el engaño una pieza de su invención consistente en un trozo de lienzo extendido por medio de un palo, la muleta. Por último, mataba al astado personalmente, con su espada y frente a frente. Hasta entonces habían sido los empleados del matadero los encargados de dar muerte a la res. Después recogía las monedas que los espectadores tuvieran a bien entregarle para premiar su labor. El público rondeño se entusiasmó con esa nueva forma de torear y Romero se convirtió en el primer torero profesional e independiente. El primer matador propiamente dicho pues, aunque anteriormente los matarifes del matadero de Sevilla habían matado toros en la propia plaza incorporando el ejercicio de su oficio al espectáculo, Romero fue el primer torero que ejerció de matador y el que sustituyó la espada por el estoque.
Unos años después, durante la segunda mitad del siglo, el que innovó y sistematizó las corridas de toros, dotándolas de un reglamento y dándoles la estructura actual, fue el torero sevillano Joaquín Rodríguez, alias “Costillares”, coetáneo de Pedro Romero, nieto de Francisco, con el que mantuvo una viva rivalidad durante toda su carrera profesional. Costillares fue hijo de un matarife del matadero de Sevilla del que aprendió el oficio, lo cual le proporcionó un profundo conocimiento de la anatomía del toro, al tiempo que su aguda capacidad de observación hizo lo propio con el comportamiento del animal.
Costillares estableció los tercios de la lidia: varas, banderillas y muerte. Desarrolló la verónica, la principal suerte del toreo con la capa. Perfeccionó el manejo de la muleta dotándolo de elegancia y calado artístico. Inventó la estocada al volapié en la que el torero va a buscar al toro en vez de esperar su embestida como se venía haciendo. Organizó la cuadrilla dirigida por el matador y no contratada por el empresario como era costumbre. Y también reformó el traje de torear, estableciendo la chaquetilla con galones bordados en oro para el maestro y en plata para los subalternos.
En sentido estricto, no todas estas innovaciones se debieron exclusivamente al creativo magín de Costillares. Muchas cosas se venían haciendo ya en la lidia, pero de una forma desordenada y arbitraria. El mayor de sus méritos, que fueron muchos y grandes, fue el de poner orden en el caos y método en la anarquía.
Y así, aproximándose ya el siglo XIX, aquellos rituales con los que los mozalbetes íberos probaban su bravura varios siglos antes de Cristo, terminaron dando lugar a un espectáculo único en el mundo. Una liturgia grave, profunda y cabal en la cual, el imperio del maestro sobre su propio miedo y el sereno gobierno de su valor es tan hondo y acendrado, que catapulta su actuación muy por encima del mero arrojo y la emplaza en las etéreas regiones del arte, arrastrando en su ascensión al público espectador. Ninguna otra nación ha creado nunca nada parecido. En ningún otro lugar, el pueblo llano ha forjado un espectáculo de dimensiones tan sublimes. En España sí. Los españoles hemos sabido elevar el valor a la categoría de arte y le hemos puesto nombre: se llama temple.
¡Ah, sí! Finalmente he de mencionar a los fulanos que, manifestando su contento por la muerte de un torero, me han espoleado a escribir este artículo, aunque sea una forma muy sucia de concluirlo. Lo suyo es muy sencillo, se llama fanatismo. Algo tan antiguo como los rituales de coraje pero mucho más innoble. Despreciable, incluso. El fanático utiliza la religión, o la ideología, o la política, o el deporte, o el nacionalismo, o los toros, que tanto da, como justificación para sacar a pasear sus más ruines instintos y sus más depravadas inclinaciones sin sentir remordimiento. Esos dichos y hechos que ponen en duda su condición humana, los definen. Los fanáticos son seres humanos, sí, pero escacharrados. Es así de simple y no hay que darle más vueltas. Y a otra cosa, mariposa.